Día litúrgico: Viernes XVI del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 13,18-23): En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «Vosotros, pues, escuchad la parábola del
sembrador. Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que
viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue
sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye
la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo,
sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por
causa de la Palabra, sucumbe enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos,
es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de
las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en
tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y
produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta».
Comentario: P. Josep LAPLANA OSB Monje de
Montserrat (Montserrat, Barcelona, España).
Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador
Hoy contemplamos a Dios como un agricultor bueno y
magnánimo, que siembra a manos llenas. No ha sido avaro en la redención del
hombre, sino que lo ha gastado todo en su propio Hijo Jesucristo, que como
grano enterrado (muerte y sepultura) se ha convertido en vida y resurrección
nuestra gracias a su santa Resurrección.
Dios es un agricultor paciente. Los tiempos pertenecen al
Padre, porque sólo Él conoce el día y la hora (cf. Mc 13,32) de la siega y la
trilla. Dios espera. Y también nosotros debemos esperar sincronizando el reloj
de nuestra esperanza con el designio salvador de Dios. Dice Santiago: «Ved como el labrador aguarda
el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia las lluvias tempranas y
tardías» (St 5,7). Dios espera la cosecha haciéndola crecer con su gracia.
Nosotros tampoco podemos dormirnos, sino que debemos colaborar con la gracia de
Dios prestando nuestra cooperación, sin poner obstáculos a esta acción
transformadora de Dios.
El cultivo de Dios que nace y crece aquí en la tierra es
un hecho visible en sus efectos; podemos verlos en los milagros auténticos y en
los ejemplos clamorosos de santidad de vida. Son muchos los que, después de
haber oído todas las palabras y el ruido de este mundo, sienten hambre y sed de
escuchar la Palabra de Dios, auténtica, allí donde está viva y encarnada. Hay
miles de personas que viven su pertenencia a Jesucristo y a la Iglesia con el
mismo entusiasmo que al principio del Evangelio, ya que la palabra divina
«halla la tierra donde germinar y dar fruto» (San Agustín); debemos, pues, levantar nuestra moral y encarar el
futuro con una mirada de fe.
El éxito de la cosecha no radica en nuestras estrategias
humanas ni en marketing, sino en la iniciativa salvadora de Dios “rico en misericordia”
y en la eficacia del Espíritu Santo, que puede transformar nuestras vidas para
que demos sabrosos frutos de caridad y de alegría contagiosa.
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