El santo Cura de Ars.
Martirologio Romano: Memoria de san Juan María de Vianney, presbítero, que durante más de cuarenta años se entregó de una manera
admirable al servicio de la parroquia que le fue encomendada en la aldea de
Ars, cerca de Belley, en Francia, con una intensa predicación, oración y ejemplos
de penitencia. Diariamente catequizaba a niños y adultos, reconciliaba a los
arrepentidos y con su ardiente caridad, alimentada en la fuente de la
Eucaristía, brilló de tal modo, que difundió sus consejos a lo largo y a lo
ancho de toda Europa y con su sabiduría llevó a Dios a muchísimas almas (1859).
Uno de los santos más populares en los últimos tiempos ha
sido San Juan de Vianney, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que
dijo San Pablo: "Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo,
para confundir a los grandes".
Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly,
Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución
Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él y su
familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a
escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había
pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su religión.
La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una celebración
nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban con bultos
de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto de su
viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave peligro
de muerte, si los sorprendían las autoridades.
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le
interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en
el campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan
difíciles. Y como estaban en guerra, Napoleón mandó reclutar todos los
muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados
fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino,
por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del grupo. Volvió a presentarse,
pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día
siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron
que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un
hombre que le dijo. "Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir". Lo
siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor
que huía del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a donde el
alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara
del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven en su
casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido por
bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el
pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810,
cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón dio un decreto
perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianey
pudo volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su intelecto era
romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: "Es
muy buena persona, pero no sirve para estudiante. No se le queda nada". Y
lo echaron.
Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de
San Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda
para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente,
pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.
El Padre Balley había fundado por su cuenta un pequeño
seminario y allí recibió a Vianey. Al principio el sacerdote se desanimaba al
ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba
Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan
admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible por
hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos
los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso
total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios
le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de sacerdote.
Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo
y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven
estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que
tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era
seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a
recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó:
¿El joven Vianey es de buena conducta? - Ellos le respondieron: "Es
excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos
sabio, pero el más santo" "Pues si así es - añadió el prelado - que
sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga
santidad, Dios suplirá lo demás".
Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote,
este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este
oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días
después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los
pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.
Unos curitas muy sabios habían dicho por burla: "El
Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encartar con él, porque
¿a dónde lo va a enviar, que haga un buen papel?".
Y el 9 de febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más
pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no
asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: "Las
gentes de esta parroquia en lo único en que se diferencian de los ancianos, es
en que... están bautizadas". El pueblucho estaba lleno de cantinas y de
bailaderos. Allí estará Juan Vianey de párroco durante 41 años, hasta su
muerte, y lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple
para cambiar a las gentes de su desarrapada parroquia. Rezar mucho.
Sacrificarse lo más posible, y hablar fuerte y duro. ¿Qué en Ars casi nadie iba
a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más
horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo
estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las más
impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se
alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas. Los lunes cocina una docena
y media de papas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado
igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches
las cantinas y los bailaderos están repletos de gentes de su parroquia, pero
también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y
sus sermones? Ah, ahí si que enfoca toda la artillería de sus palabras contra
los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas
con las que el diablo quiere perderlos.
Cuando el Padre Vianey empieza a volverse famoso muchas
gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que oiga sus
sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado
vuelve trayendo noticias malas y buenas.
El prelado le pregunta: "¿Tienen algún defecto los
sermones del Padre Vianey? - Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son
muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los
mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el
cielo". - ¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? - pregunta
Monseñor-. "Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se
convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes".
El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: "Por esa
última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres
defectos".
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más
horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego
escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su
sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se
arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendando
al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a
predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al
pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se había preparado bien
antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas
contra el demonio como San Juan Vianey. El diablo no podía ocultar su canalla
rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo atacaba
sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de prenderle fuego a su
habitación. Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó:
"Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya
me lo habría llevado al abismo".
Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jóvenes
dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre
Vianey. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio donde iba
a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y
los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no
se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo
cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: "Con el patas
hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches".
Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran
sacerdote, escribieron: "Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a
confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio". Pues bien: ese fue su
oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha
ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del
Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto
orgullo.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario
durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que
apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones
impresionantes.
Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300 personas cada día a
Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote
Vianey. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100
mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que
iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote.
Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a
confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de
larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis
empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa.
A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el Obispo logró que
a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.
De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una clase
de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. Eran
palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes.
A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se
bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él
costeaba con las limosnas que la gente había traído. Por la calle la gente lo
rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.
De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus
consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en
su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era
fuerte en combatir la borrachera y otros vicios.
En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que
se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero
seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: "El
confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo".
Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas.
Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para
de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.
Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando
murió solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron muchas
cantinas y bailaderos.
En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un
párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en
domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos
los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de
sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le
escribió una carta humildísima pidiéndole perdón por todo, como si el hubiera
sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante
de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una
condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: "Es el colmo:
el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército". Y Dios
premió su humildad con admirables milagros.
El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la
eternidad.
Fue beatificado el 8 de enero de 1905 por el Papa San Pío
X, y canonizado por S.S. Pío XI el 31 de mayo de 1925.
Puedes conocer más sobre este santo leyendo el siguiente
artículo: Juan María Vianney, Modelo de Perseverancia
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