Mártires.
Martirologio Romano: En Otranto, en la Apulia, beatos
mártires, ochocientos casi en número. Llegada una incursión de soldados
otomanos, se les conminó a renegar de su fe, pero exhortados por el beato
Antonio Primaldo, un anciano tejedor, a perseverar en la fe de Cristo, recibieron
la corona del martirio al ser decapitados (1480).
Antonio Primaldo es el único del que ha sido trasmitido el
nombre. Los otros compañeros suyos de martirio son ochocientos desconocidos
pescadores, artesanos, pastores y agricultores de una pequeña ciudad, cuya
sangre, hace cinco siglos, fue esparcida sólo porque eran cristianos.
La ejecución en masa tiene un prólogo, el 29 de julio de
1480. Son las primeras horas de la mañana: desde las murallas de Otranto
comienza a distinguirse en el horizonte haciéndose cada vez más visible una
flota compuesta de 90 galeras, 15 mahonas y 48 galeotas, con 18 mil soldados a
bordo. La armada es guiada por el bajá Agometh; quien está a las órdenes de
Mahoma II, llamado Fatih, el Conquistador, o sea el sultán que en 1451, apenas
a los 21 años, había ascendido a jefe de la tribu de los otomanos, que a su vez
se había impuesto sobre el mosaico de los emiratos islámicos un siglo y medio
antes.
En 1453, guiando un ejército de 260 mil turcos, Mahoma II
había conquistado Bizancio, la «segunda Roma», y desde ese momento cultivaba el
proyecto de expugnar la «primera Roma», la Roma verdadera, y de transformar la
basílica de San Pedro en establo para sus caballos.
En junio del 1480 juzga maduro el tiempo para completar la
obra: quita el asedio a Rodi, defendida con coraje por sus caballeros, y dirige
la flota hacia el mar Adriático. La intención es tocar tierra en Brindisi, cuyo
puerto es amplio y cómodo: desde Brindisi proyecta ascender por Italia hasta
alcanzar la sede del papado. Pero un fuerte viento contrario obliga las naves a
tocar tierra 50 millas más al sur, y a desembarcar en una localidad llamada
Roca, a algunos kilómetros de Otranto.
Otranto era -y es- la ciudad más oriental de Italia. La
importancia de su puerto la había hecho asumir el rol de puente entre oriente y
occidente, consolidado en el plano cultural y político por la presencia de un
importante monasterio de monjes basilianos, el de san Nicola en Casole, del que
hoy restan un par de columnas en el camino que conduce a Leuca.
Cuando desembarcaron los otomanos, la ciudad pudo contar
con una guarnición de sólo 400 hombres armados, y para esto los capitanes de la
guarnición se apresuraron a pedir ayuda al rey de Nápoles, Ferrante de Aragón,
enviándole una misiva.
Circundado por el asedio, el castillo, dentro de cuyas
murallas se habían refugiado todos los habitantes del barrio, el bajá Agometh,
a través de un mensajero, propone que se rindan con condiciones ventajosas: si
no resisten, los hombres y las mujeres serán dejados libres y no recibirán
ninguna injuria. La respuesta llega de uno de los notables de la ciudad,
Ladislao De Marco: hace saber que si los asediantes quieren Otranto deberán
tomarla con las armas.
Al embajador se le ordena no regresar más, y cuando llega
el segundo mensajero con la misma propuesta de que se rindan, es atravesado por
las flechas. Para despejar toda equivocación, los capitanes toman las llaves de
las puertas de la ciudad y en modo visible, desde una torre, las lanzan al mar,
en presencia del pueblo. Durante la noche, buena parte de los soldados de la
guarnición se descuelga de los muros de la ciudad con sogas y escapa. Para
defender Otranto quedan sólo sus habitantes.
El asedio que sigue es un martilleo: las bombardas turcas
derriban la ciudad, centenares de gruesas piedras (muchas son todavía hoy
visibles por las calles del centro histórico de la ciudad). Después de quince
días, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos concentran el fuego contra uno
de los puntos más débiles de las murallas, abren una brecha, irrumpen en las
calles, masacran a quien se le ponga a tiro, llegan a la catedral, en la cual
muchos se han refugiado. Derriban la puerta y se esparcen en el templo,
alcanzan al arzobispo Stefano, que estaba con los atuendos pontificales y con
el crucifijo en mano. A ser intimado de no nombrar más a Cristo, ya que desde
aquel momento mandaba Mahoma, el arzobispo responde exhortando a los asaltantes
a la conversión, y por esto se le corta la cabeza con una cimitarra.
Así lo cuenta Saverio de Marco en la "Compendiosa
historia de los ochocientos mártires de Otranto" publicada en el 1905:
«En número de cerca ochocientos fueron presentados al bajá
que tenía a su lados a un cura miserable, nativo de Calabria, de nombre
Giovanni, apostata de la fe. Este empleó su satánica elocuencia con el fin de
persuadir a los cristianos que, abandonando a Cristo abrasaran el islamismo,
seguros de que la buena gracia de Agometh, quien los habría dejado con vida,
con el sostenimiento y todos los bienes de los que gozaban en la patria; en
caso contrario serían todos asesinados. Entre aquellos héroes hubo uno de
nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, avanzado de edad, pero lleno de
religión y de fervor. Este respondió a nombre de todos: «Todos queremos creer
en Jesucristo, Hijo de Dios, y estar dispuestos a morir mil veces por
Él´".
Agrega el primero de los cronistas, Giovanni Michele
Laggetto, en la «Historia de la guerra de Otranto del 1480» transcrita de un
antiguo manuscrito y publicada en 1924:
«Y volteándose a los cristianos Primaldo dijo estas
palabras: ‘Hermanos míos, hasta hoy hemos combatido en defensa de nuestra
patria y para salvar la vida y por nuestros gobernantes terrenos; ahora es
tiempo de que combatamos para salvar nuestras almas para el Señor, el cual
habiendo muerto por nosotros en la cruz conviene que muramos nosotros por Él,
permaneciendo seguros y constantes en la fe, y con esta muerte terrena
ganaremos la vida eterna y la gloria del martirio’. A estas palabras comenzaron
a gritar todos a una sola voz con mucho fervor que querían mil veces morir con
cualquier tipo de muerte antes que renegar de Cristo».
Agometh decreta la condena a muerte de todos los
ochocientos prisioneros. A la mañana siguiente estos son conducidos con sogas
al cuello y con las manos atadas a la espalda, a la colina de la Minerva, pocos
cientos de metros fuera de la ciudad. Sigue escribiendo De Marco:
«Repitieron todos la profesión de fe y la generosa
respuesta dada antes; por ello el tirano ordenó que se procediese a la
decapitación y, antes que a los otros, fuese cortada la cabeza al viejo
Primaldo, que le resultaba muy odioso, porque no dejaba de hacer de apóstol
entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca, afirmaba a
sus compañeros que veía el cielo abierto y los ángeles animando; que se
mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para recibirlos.
Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de pie: y a
pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil, hasta que
todos fueron decapitados. El prodigio evidentemente estrepitoso habría sido una
lección para la salvación de aquellos infieles, si no hubieran sido rebeldes a
la luz que ilumina a todo hombre que vive en el mundo. Un solo verdugo, de
nombre Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose en alta voz
cristiano, fue condenado a la pena del palo».
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