Rey, héroe y apóstol.
Vástago de la familia real de Northumbria. Su padre fue el
sanguinario e incendiario Eteelfrido que mereció el apodo de
"Devastador"; por ello no es de extrañar que, una vez muerto, su hijo
Oswaldo tuviera que salir para el destierro aunque solo fuera un niño. Pudo
refugiarse en los escotos del Norte que ya era zona cristianizada por Columba
desde hacía unos años antes de su llegada. Sólo tenía once años cuando -ya
huérfano- encontró refugio en aquellas latitudes. Notó que allí todos hablaban
del monje Columba, el gran misionero irlandés, y que en bastantes aspectos
aquella gente vivía de un modo diferente al que él había presenciado desde
siempre al lado de las hordas guerreras de su padre. Quizá esa curiosidad
contribuyó a formarse como cristiano; de hecho, cuenta el principal relator de
su vida y obras, el cronista nortumbrio Beda, que engrosó el número de los
catecúmenos que se formaban en la nueva religión, aumentó el contacto con la
comunidad cristiana llegando a familiarizarse con ella, se adaptó a su vida y
costumbres -cosa nada fácil- y terminó pidiendo el bautismo. Como llegó a
descubrir que el heroísmo no está reñido con el cristianismo, se convirtió en
evangelizador de Cristo.
Los sajones y bretones habían mantenido entre ellos
continuas guerras por poseer el territorio de Northumbria. Corrían noticias de
que el terrible Cadwallon, héroe de Bretaña, va eliminando uno a uno a todos
los parientes del príncipe desterrado y un triste día se corrieron las voces de
que había llegado hasta el extremo de asesinar a su hermano Eanfrido; este fue
el detonante para que Oswaldo decidiera plantarle cara al formidable bretón y
sacarlo del territorio de sus mayores. Dispuesto a morir en el intento, reza
antes de entrar en batalla, cerca de Hexham, hace una cruz con dos ramas
cruzadas, y anima a sus huestes a luchar en nombre del Dios de los cristianos.
La terrible pelea se resolvió con triunfo del ejército de Oswaldo, con la
muerte del capitán adversario y con el sobrenombre de Lamngwin (el de la espada
que relumbra) para el nuevo presidente de la Heptarquía y caudillo universal de
los anglosajones.
Casó con la hija del primer rey cristiano de Wessex, y
aquello fue como el alborear de una gran era. Su reinado duró sólo ocho años.
Aprendió de los cristianos que el ideal no está en la guerra, sino en la
búsqueda de la justicia que lleva a la paz. Consigue la unidad entre los
irreconciliables reinos; llena su corte de sabios y muchos de ellos son monjes;
construye el monasterio de Lisdisfarme para Aidan que con sus monjes avanza
evangelizando desde el norte, mientras que los benedictinos recomienzan a
hacerlo desde el sur, después del fracaso primero de Agustín de Cantorbery,
cuando fueron obligados a replegarse por las sangrientas persecuciones y la
ferocidad de los naturales del país. Ha descubierto en el santo monje Aidan las
cualidades necesarias para ser el hombre de Dios apropiado para la
evangelización por su amor a la pobreza, desprendimiento, rechazo de honores,
comprensivo con los tardos, dulce con los tercos y exigente con los perezosos.
Tanto es su aprecio que lo toma como asesor espiritual para él mismo. Y debió
acertar, porque con sus consejos el propio Oswaldo aprende a pasar noches en
oración donde tamiza las decisiones de gobierno de su pueblo; puso orden en su
corte, es generoso en limosnas, piadoso con los enfermos y compasivo con los
pobres.
Murió en pelea de guerra con el pagano Penda, rey de los
mercios, en la batalla de Maserfelth. No pudo este rey soportar que Oswaldo se
hiciera cristiano; pensó que se había hecho cobarde, traicionando a Odín. La
fiereza de Penda y sus ansias de venganza llegaron al ensañamiento de pinchar
en un palo la cabeza del rey vencido y muerto, manteniéndola en alto durante un
año para que la contemplaran las gentes, hasta que fue rescatada por el
vengador Oswy, continuador de la obra de Oswaldo. Aquellos tiempos eran así.
Frente a tanta fiereza, hay también episodios de
generosidad y grandeza. Cuenta Beda que en un banquete de corte, estando el
obispo Aidán dispuesto a dar la bendición, el encargado de las limosnas del
palacio se aproximó al rey para notificarle que una muchedumbre de pobres
estaba a la puerta, todos famélicos y hambrientos. Tiempo le faltó a Oswaldo
para suspender el festejo, repartir los manjares entre los pobres y destrozar
en pedazos la plata del ajuar para entregarlos como remedio a los necesitados.
El pueblo anglosajón tuvo a Oswaldo como mártir desde su
muerte y como a tal le dio veneración por haber sabido ser rey, héroe y
apóstol. Su culto se extendió por la Europa central, el sur de Alemania y el
norte de Ita1ia. Se santificó con bondades rectas, con gobierno firme y con
deseos evangelizadores a pesar de la buena dosis de barbarie propia de la
época; quizá una mirada anacrónica desde el siglo XX le negara el honor de los
altares, pero a cada cual le toca santificarse en su propio mundo, poniendo a
disposición de Dios y de los hombres lo mejor de su voluntad. Y en el caso de
Oswaldo aún no se habían inventado las monarquías democráticas.
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