Hoy, en la perspectiva de la sabiduría evangélica, la
muerte misma aparece como portadora de una enseñanza saludable, porque obliga a
mirar cara a cara la realidad, impulsa a reconocer la caducidad de lo que
parece grande a los ojos del mundo. Ante la muerte pierde interés todo motivo
de orgullo humano ("siervos inútiles somos") y, en cambio, resalta lo
que vale de verdad ("hemos hecho lo que debíamos hacer").
Todo acaba, todos en este mundo estamos de paso. Sólo Dios
tiene vida en Sí mismo; Él es la vida. Nuestra vida es participada, dada
"ab alio" ("por otro"); por eso un hombre sólo puede llegar
a la vida eterna a causa de la relación particular que el Creador le ha dado
consigo.
—Padre, viendo que el hombre se había alejado de Ti por la
desobediencia (¡siervos inútiles somos!), diste un paso más y creaste una nueva
relación entre Tú y nosotros: Cristo tu Hijo, asumiéndonos en su obediencia,
"dio su vida por nosotros".
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