Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 15,1-10): En aquel tiempo,
todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los
fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y
come con ellos».
Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que
tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el
desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la
encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los
amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que
se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo
por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no
tengan necesidad de conversión.
»O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no
enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la
encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice:
‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo
modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador
que se convierta».
Comentario: Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous
(Barcelona, España).
Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta
Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone
dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que
regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la
bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del
pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en
Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn
3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se
acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un
médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por
buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista—
que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.
Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús
nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los
orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico
divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada
vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras
ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento
también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a
nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga
menospreciar. San Agustín nos dice
que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del
“tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más
grande misericordia es Dios humilde».
Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos
es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los
pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y
hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o
recobrar una moneda perdida.
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