Día litúrgico: 2 de Noviembre: Conmemoración
de todos los fieles difuntos
Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los
soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores
colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a
nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú
que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido
con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús,
acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy
estarás conmigo en el Paraíso».
Comentario: Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM
(Barcelona, España).
Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino
Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del
cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria
del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por
los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se
encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en
un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre
el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección.
Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos
ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de
la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún
modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un
dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los
hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un
modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus
mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si
eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la
resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar
en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los
difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad
con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante
el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros
del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la
tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros
difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana, la muerte corporal».
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