Homilía del Papa en el Domingo de la
Misericordia (Texto completo)
Misa
Del Domingo De La Misericordia © Vatican Media
(ZENIT
08 abril 2018).- “¿Reincides en tu pecado? Reincide en la petición de
misericordia. Esto es lo que el Papa Francisco lanzó celebrando la Misa
dominical de la Octava Pascual, Domingo de la Misericordia, este 8 de abril de
2018, en la Plaza de San Pedro. Rodeado por 550 “Misioneros de la
Misericordia”, instituidos en el Jubileo.
En su
homilía, evocó las barreras internas que se interponen entre el cristiano y la
misericordia de Dios: la vergüenza primero, que en realidad es “una invitación
secreta del alma que necesita al Señor para vencer al mal”. “El drama,
dijo, es cuando ya no te avergüenzas de nada. ¡No tengas miedo de sentir
vergüenza!”
La
segunda tentación es la “resignación” de alguien que piensa que él
“siempre hace los mismos pecados” y, por lo tanto, renuncia a la
misericordia. “Pero el Señor nos desafía”: ¿No crees que mi misericordia
es más grande que tu miseria?”
Después
de la vergüenza y la resignación, el Papa habló de “otra puerta cerrada, a
veces blindada: nuestro pecado”. Cuando cometo un gran pecado, si,
honestamente, no quiero perdonarme a mí mismo, ¿por qué Dios debería
hacerlo? Pero esta puerta está cerrada solo por un lado, el nuestro; para
Dios ella nunca es intransitable … Él nunca decide separarse de nosotros, somos
nosotros quienes lo dejamos afuera”.
“Podemos
estimarnos y decirnos cristianos, y hablar de muchos valores hermosos de fe”,
señaló, “pero … tenemos necesidad de ver a Jesús tocando su amor”. Solo
entonces vamos al corazón de la fe. Y al Papa para alentar:
“¡Convirtámonos, también, en verdaderos amantes del Señor! No tengas miedo
de esta palabra: amante del Señor”.
AK
Homilía del Papa Francisco
En el
Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20); luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al
Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo vieron;
solo hace notar un detalle: «Les enseñó las manos y el costado» (v. 20). Es
como si quisiera decirnos que los discípulos reconocieron a Jesús de ese modo:
a través de sus llagas. Lo mismo sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus
manos la señal de los clavos» (v. 25) y después de haber visto creyó (v. 27).
A
pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se conformara con
escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne
y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su
amor. El Evangelio llama a Tomás «Dídimo» (v. 24), es decir, mellizo, y en su
actitud es verdaderamente nuestro hermano mellizo. Porque tampoco para nosotros
es suficiente saber que Dios existe; no nos llena la vida un Dios resucitado
pero lejano; no nos atrae un Dios distante, por más que sea justo y santo. No,
tenemos también la necesidad de “ver a Dios”, de palpar que él ha resucitado
por nosotros.
¿Cómo
podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al mirarlas, ellos
comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba, a pesar de que
estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó. Entrar en sus llagas
es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Es entender que su
corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros. Queridos hermanos y
hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y hablar de los grandes
valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos ver a Jesús tocando su
amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos,
una paz y una alegría (cf. vv. 19-20) que son más sólidas que cualquier duda.
Tomás,
después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!»
(v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío.
Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar
atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente?
En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su
misericordia, porque él es el que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una
historia de amor, le decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste
por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he
encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”.
Dios
no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide intimidad, la misericordia
suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez mandamientos ya decía:
«Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba: «Yo, el Señor, tu Dios, soy
un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de Dios, amante celoso que se
presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del corazón conmovido de Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!». Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las
llagas, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades
suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos
más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos
convertimos también en verdaderos enamorados del Señor.
¿Cómo
saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo
sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua
(cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu
para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí:
dejarse perdonar. Pero ir a confesarse parece difícil, porque nos viene la
tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio:
atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros
también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor
nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una
puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos
vergüenza, debemos estar agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y
esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del
Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada.
No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón.
Existe,
en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación.
La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que
todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén,
desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo
con él nada había cambiado. También nosotros podemos pensar: “Soy cristiano
desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no cambia nada, cometo siempre los
mismos pecados”.
Entonces,
desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No
crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en
pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además
—quien conoce el sacramento del perdón lo sabe—, no es cierto que todo sigue
como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada
vez más amados. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es
un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces
que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón
en perdón. Así es la vida del cristiano: de vergüenza en vergüenza y de perdón
en perdón. Es la vida cristiana.
Además
de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada:
nuestro pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda honestidad— no
quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está
cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A
él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas”,
cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide
jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero
cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese
pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del
encuentro con él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras
heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas
gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias.
Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en
su perdón nuestra alegría, en su misericordia nuestra esperanza.
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