Homilía
del Papa Francisco en la Vigilia Pascual (Texto completo)
Vigilia Pascual En San Pedro ©
Vatican Media
(ZENIT – 31 marzo 2018).- “¿Deseamos participar en este anuncio de vida
o permaneceremos callados ante los acontecimientos? Esta es la invitación
que el Papa Francisco hizo en la vigilia de Pascua que celebró el 31 de marzo
de 2018 en la Basílica de San Pedro: una invitación a “romper con los hábitos
repetitivos, a renovar nuestras vidas, nuestras elecciones y nuestra
existencia”.
Hablando en su homilía “el peso del silencio ante la muerte del Señor”,
el Papa añadió: “Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra
adormecido y paralizado… el discípulo de hoy sin voz ante una realidad que se
impone sobre él, haciéndole sentir y, lo que es peor, creyendo que no se puede
hacer nada para vencer tantas injusticias que muchos de nuestros hermanos viven
en sus carnes. Es el discípulo aturdido inmerso en una rutina abrumadora que le
priva de la memoria, que hace acallar la esperanza y le acostumbra al `siempre
lo hemos hecho así´”.
“La tumba vacía, dijo el Papa Francisco, quiere desafiar, sacudir,
interrogar, pero sobre todo, quiere animarnos a creer y confiar en que Dios
“viene” en cada situación, en cada persona, y que su luz puede llegar hasta los
rincones más impredecibles y cerrados de la existencia… Él ha resucitado y con
Él resucita nuestra esperanza creativa para enfrentar los problemas actuales,
porque sabemos que no estamos solos”.
“Celebrar la Pascua”, continuó, “significa volver a creer que Dios
irrumpe y sigue abriéndose paso en nuestras historias, desafiando nuestros
determinismos unificantes y paralizantes. Celebrar la Pascua significa
asegurarse de que Jesús venza esa actitud cobarde que tantas veces nos asedia e
intenta enterrar todo tipo de esperanza”.
Este es el texto de la homilía pronunciada por el Papa durante la
celebración.
AK
Homilía del Papa Francisco
Esta celebración la hemos comenzado fuera… inmersos en la oscuridad de
la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso del silencio ante la
muerte del Señor, un silencio en el que cada uno de nosotros puede reconocerse
y cala hondo en las hendiduras del corazón del discípulo que ante la cruz se
queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor que genera la
muerte de Jesús: ¿Qué decir ante tal situación? El discípulo que se queda sin
palabras al tomar conciencia de sus reacciones durante las horas cruciales en
la vida del Señor: frente a la injusticia que condenó al Maestro, los
discípulos hicieron silencio; frente a las calumnias y al falso testimonio que
sufrió el Maestro, los discípulos callaron. Durante las horas difíciles y
dolorosas de la Pasión, los discípulos experimentaron de forma dramática su
incapacidad de «jugársela» y de hablar en favor del Maestro. Es más, no lo
conocían, se escondieron, se escaparon, callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido y
paralizado, sin saber hacia dónde ir frente a tantas situaciones dolorosas que
lo agobian y rodean. Es el discípulo de hoy, enmudecido ante una realidad que
se le impone haciéndole sentir, y lo que es peor, creer que nada puede hacerse
para revertir tantas injusticias que viven en su carne nuestros hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina aplastante
que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo habitúa al «siempre se hizo
así». Es el discípulo enmudecido que, abrumado, termina «normalizando» y
acostumbrándose a la expresión de Caifás: «¿No les parece preferible que un
solo hombre muera por el pueblo y no perezca la nación entera?» (Jn 11,50).
Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan contundentemente,
entonces las piedras empiezan a gritar (cf. Lc 19,40)[1] y a dejar espacio para
el mayor anuncio que jamás la historia haya podido contener en su seno: «No
está aquí ha resucitado» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro gritó y en su grito
anunció para todos un nuevo camino. Fue la creación la primera en hacerse eco
del triunfo de la Vida sobre todas las formas que intentaron callar y enmudecer
la alegría del evangelio. Fue la piedra del sepulcro la primera en saltar y a
su manera entonar un canto de alabanza y admiración, de alegría y de esperanza
al que todos somos invitados a tomar parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos «al que traspasaron» (Jn
19,36; cf. Za 12,10); hoy con ellas somos invitados a contemplar la tumba vacía
y a escuchar las palabras del ángel: «no tengan miedo… ha resucitado» (Mt
28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras convicciones y certezas más
hondas, nuestras formas de juzgar y enfrentar los acontecimientos que vivimos a
diario; especialmente nuestra manera de relacionarnos con los demás. La tumba
vacía quiere desafiar, movilizar, cuestionar, pero especialmente quiere
animarnos a creer y a confiar que Dios «acontece» en cualquier situación, en
cualquier persona, y que su luz puede llegar a los rincones menos esperados y
más cerrados de la existencia. Resucitó de la muerte, resucitó del lugar del
que nadie esperaba nada y nos espera —al igual que a las mujeres— para hacernos
tomar parte de su obra salvadora.
Este es el fundamento y la fuerza que tenemos los cristianos para poner
nuestra vida y energía, nuestra inteligencia, afectos y voluntad en buscar, y
especialmente en generar, caminos de dignidad. ¡No está aquí…ha resucitado! Es
el anuncio que sostiene nuestra esperanza y la transforma en gestos concretos
de caridad. ¡Cuánto necesitamos dejar que nuestra fragilidad sea ungida por
esta experiencia, cuánto necesitamos que nuestra fe sea renovada, cuánto
necesitamos que nuestros miopes horizontes se vean cuestionados y renovados por
este anuncio!
Él resucitó y con él resucita nuestra esperanza y creatividad para
enfrentar los problemas presentes, porque sabemos que no vamos solos.
Celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de
irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y
paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús venza
esa pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta sepultar todo tipo
de esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte, las mujeres del evangelio tomaron
parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a ustedes y a mí: invitación
a romper las rutinas, renovar nuestra vida, nuestras opciones y nuestra
existencia. Una invitación que va dirigida allí donde estamos, en lo que
hacemos y en lo que somos; con la «cuota de poder» que poseemos. ¿Queremos
tomar parte de este anuncio de vida o seguiremos enmudecidos ante los
acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a volver
al tiempo y al lugar del primer amor y decirte: No tengas miedo, sígueme.
[1] «Yo os digo: si ellos callan, gritarán las piedras»
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