12ª
catequesis sobre la santa misa
El Papa Llega A La Plaza De San Pedro © Vatican Media
(ZENIT – 21 marzo 2018).- “Alimentarse de la Eucaristía significa
dejarse cambiar en cuanto recibimos”, explica el Papa Francisco: “¡Hay un
encuentro con Jesús!”
El Santo Padre ha celebrado esta mañana, en el primer día de la
primavera, 21 de marzo, la Audiencia general, a las 9:30 horas en la Plaza de
San Pedro, para miles de peregrinos y fieles de Italia y de todo el mundo.
El Santo Padre ha continuado con el ciclo de catequesis sobre la santa
misa y en el ámbito de la Liturgia Eucarística ha hablado hoy de la Comunión.
Tras resumir su discurso en diversas lenguas, el Santo Padre ha saludado
en particular a los grupos de fieles presentes y, sucesivamente, ha anunciado
su viaje a Dublín con motivo del IX Encuentro Mundial de las Familias.
En la catequesis, Francisco ha destacado que “celebramos la Eucaristía
para alimentarnos de Cristo, que se nos da tanto en la Palabra como en el
Sacramento del altar, para conformarnos a él”.
A continuación, les ofrecemos la catequesis completa del Papa Francisco
en la Audiencia general:
RD
Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Y hoy es el primer día de la primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa
en primavera? Las plantas florecen, los árboles florecen. Os haré algunas
preguntas. Un árbol o una planta enfermos, ¿florecen bien si están enfermos?
¡No! Un árbol, una planta que no es regada por la lluvia o artificialmente,
¿puede florecer bien? No. Y un árbol y una planta de la que se han arrancado
las raíces o que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero sin raíces, ¿se
puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida
que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no tienes
raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién es? Jesús! Si no estás con Jesús,
allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los
sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los
sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta
primavera sea una primavera florida para vosotros, como será la Pascua florida.
Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad
esto, este es un verso muy hermoso de mi país: “Lo que el árbol tiene de flor,
viene de lo que tiene enterrado”. Nunca cortéis las raíces con Jesús.
Y continuemos ahora con la catequesis de la santa misa. La celebración
de la misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, se ordena a la
Comunión, es decir a unirnos con Jesús. La comunión sacramental, no la comunión
espiritual, que puedes hacer en casa diciendo: “Jesús, yo querría recibirte
espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de
Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se nos da
tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a él. Lo
dice el Señor mismo: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y
Yo en él “(Jn 6:56). Efectivamente, el gesto de Jesús que dio a
sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, continúa todavía hoy a
través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la
distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.
En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el
cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a
participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en
el altar sagrado: “Bienaventurados los invitados a la Cena del Señor: este es
el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Inspirado por un paso del
Apocalipsis – “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9):
dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia, – esta invitación nos
llama a experimentar la unión íntima con Cristo, fuente de alegría y santidad.
Es una invitación que alegra y al mismo tiempo empuja a un examen de conciencia
iluminado por la fe. Si, por un lado, vemos la distancia que nos separa de la
santidad de Cristo, por otra, creemos que su Sangre es “derramada para la
remisión de los pecados”. Todos nosotros hemos sido perdonados en el bautismo,
y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos
acercamos al sacramento de la penitencia. Y ¡no lo olvidéis! Jesús perdona siempre.
Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir
perdón. Precisamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, San
Ambrosio exclama: “Yo que siempre peco, siempre debo disponer de la medicina” (De
sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A). En esta fe, también
nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo
y le invocamos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra
tuya bastará para sanarme”. Esto lo decimos en cada misa.
Si somos nosotros los que vamos en procesión para hacer la Comunión,
nosotros vamos en procesión hacia el altar para comulgar, en realidad es Cristo
quien viene a nosotros para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús!.
Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en cuanto recibimos. San
Agustín nos ayuda a entenderlo, cuando nos habla de la luz que recibió cuando
sintió que Cristo le decía: “Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me
comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti, como el alimento de tu
carne; sino que tú serás transformado en mí “(Confesiones VII, 10,
16: PL 32, 742). Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos
transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se
transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando distribuye la
Eucaristía, te dice: “El Cuerpo de Cristo”, tu respondes: “Amén”, es decir,
reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de
Cristo. Porque cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es
hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que nos une a Cristo,
arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos
que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo
que recibimos!
La Iglesia desea fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo
del Señor con las hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete
eucarístico es más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos especies,
aun sabiendo que la doctrina católica enseña que también bajo una sola de las
dos especies se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General
del Misal Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel se acerca a
la Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos dicho, y comulga de
pie con devoción, o de rodillas, tal como establece la Conferencia Episcopal,
recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya sido concedido, en la mano,
según desee (ver OGMR, 160-161). Después de la Comunión, nos ayuda a custodiar
en nuestros corazones el don recibido el silencio, la oración silenciosa.
Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos
ayuda mucho, así como un salmo o un himno de alabanza (IGMR, 88) que nos ayude
a estar con el Señor. (véase IGMR, 88).
La Liturgia Eucarística se concluye con la oración después de la
Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para
agradecerle de habernos hecho invitados suyos y para pedir que lo que se ha
recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar
frutos de buenas obras y para vivir como cristianos. Es significativa la
oración de hoy, en la que pedimos al Señor que “el sacramento que acabamos de
recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro
espíritu y nos asegure tu constante protección” (Misal Romano, miércoles de la
5ª semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos
transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué grande es el Señor!.
No hay comentarios:
Publicar un comentario