21 cristianos coptos, camino del martirio (frame del vídeo publicado). |
Enrique / GARCÍA-MÁIQUEZ
DESDE hace diez años publico los miércoles para todo el
Grupo Joly; llevo, por tanto, un decenio asombrándome cada año de la casualidad
de que me toque escribir los días de Ceniza
justamente a mí, columnista confesional y ritualista donde los haya. Esta vez,
sin embargo, voy a aparcar la broma, no tanto por repetitiva y cansina -yo no
me canso nunca de una tradición-, como porque, tras la decapitación en Libia de
21 egipcios, cristianos coptos, no estamos para chistecillos. El hecho es tan
grave que exige, como nos enseñó Tomás Moro, un humor salvaje, desafiante,
teológico y místico. Ya saben: cuando Moro esperaba para ser decapitado notó
cierta jaqueca, pero se felicitó de que su rey, tan atento, fuera a
administrarle enseguida una medicina que cortaría el dolor de golpe.
Esta tarde, cuando incline la frente para que me impongan
la ceniza, sentiré que, junto al símbolo penitencial antiguo, mi cabeza se
troncha (indoloramente) sobre mi cuello en un homenaje a los nuevos mártires.
Se nos recuerda en los medios que Libia es el patio trasero de Europa para que
entendemos lo cerca que están los bárbaros, pero en realidad están más cerca. A
los 21 egipcios los han matado por creer lo mismo que nosotros: que Dios es
Amor y familia trinitaria, que la Virgen es madre de Dios y que nosotros
gozamos de la libertad de los hijos, pues no somos siervos sino hijos de Dios.
La Semana Santa, con sus cientos de imágenes, el Rocío, todas estas fiestas que
nos resultan tan íntimas como el respirar son consideradas ahí, al lado,
delitos penados con la muerte.
Y todavía están más cerca. Para los católicos, la Iglesia
es el Cuerpo de Cristo y esas decapitaciones nos las hacen en Él a nosotros.
Estos días he caminado entre mis problemas menores como un cefalóforo
simbólico, sin cabeza para tonterías. Los cefalóforos son esos mártires, como
san Dionisio de París o santa Winifreda de Gales, que llevan su cabeza entre las manos, como un
farol o un altavoz, y siguen predicando tras su muerte. Así, exactamente, nos
continúan dando ejemplo los 21 egipcios; y así estamos espiritualmente,
cercenados en nuestro propio Cuerpo (Místico).
Santo Tomás Moro explicaba a su hija Margaret,
consolándola, que un hombre puede muy bien perder su cabeza y no sufrir daño
alguno. Ése ha sido el caso de los mártires coptos, que murieron rezando. A
nosotros nos toca ahora guardar, defender y vivir la fe que les hace inmune.
Muchísimas gracias por acoger mi artículo en esta página. Es un honor. Y tan bien editada. Un abrazo fuerte.
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