01-01-2014
Radio Vaticana
(RV).- El Pontífice presidió esta mañana
la Eucaristía del primero del año en la Basílica de San Pedro en la Solemnidad
de María Santísima Madre de Dios y en la 47ª Jornada Mundial de la Paz.
En Roma, con motivo de la Jornada Mundial
por la Paz, la Comunidad de San Egidio, organizó la tradicional Marcha por la
Paz. El evento comenzó a las 10 de la mañana, en la vía de la Conciliazione y
prosiguió hasta la Plaza de San Pedro, para participar en el Ángelus, junto al
Santo Padre. Los participantes exhibieron ocho grandes pancartas y banderas de
la paz. (MFB – RV).
Texto completo de la Homilía del Santo Padre Francisco (Escuchar audio)
La primera lectura que hemos escuchado
nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a
Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y
te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su
gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo
escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella
acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera.
Son palabras de fuerza, de valor, de
esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas;
ni tampoco una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es
futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de
Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia
para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda
providente.
El deseo contenido en esta bendición se
ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la
Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título
principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un papel, que la fe
del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción
por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la
historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida
con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina
maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la
Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo
occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se
congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los
Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera
oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina
maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a
su madre, porque la aman con inmensa ternura.
Pero es más, es el sensus fidei del santo pueblo de Dios que jamás, en su unidad,
jamás se equivoca, el santo Pueblo de Dios.
María está desde siempre presente en el
corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano.
«La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino - deseo destacarlo -
procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan
Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2), y por eso la sentimos particularmente cercana a
nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana,
la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los
mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido
avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera
indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la
ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras
tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la
Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la
que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e
incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya
fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento
en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a
todos los hombres, buenos y malos, todos, y los ama como los ama Jesús. La
mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la
manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene
encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con
afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de
verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y
continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su
ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a
traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este
modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de
María.
A ella confiamos nuestro itinerario de
fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero,
especialmente el hambre y la sed de justicia, de paz y de Dios; y la invocamos
todos juntos, imitando a nuestros hermanos de Éfeso. Digamos juntos por tres
veces: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario