31-03-2013 Radio Vaticana
(RV).- “Jesús ha resucitado. Ha vencido el amor, ha triunfado
la misericordia”. El Papa Francisco ha presidido esta mañana en la plaza de san
Pedro, engalanada como un jardín de flores, la Santa Misa del día de Pascua de
Resurrección. Más de 250 mil fieles y peregrinos han participado en la
ceremonia, al final de la cual el Santo Padre, desde el balcón central de la
basílica vaticana, ha pronunciado el Mensaje pascual y ha impartido su
bendición Urbi et Orbi.
Texto completo del Mensaje pascual de Francisco.
Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo:
¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría, al comienzo de mi ministerio, poderos
dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las
casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en
los hospitales, en las cárceles... Quisiera que llegara sobre todo al corazón
de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús
ha resucitado, está la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del
pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. Siempre
vence la misericordia de Dios.
También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que
fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido
tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado?
Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma,
significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer
esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón.
Esto puede hacerlo el amor de Dios. Este mismo amor por el
que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de
la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo
de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el
cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida
eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha
entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad,
nos ha abierto a un futuro de esperanza.
He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre
de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad.
Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros, es el hombre vivo
(cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).
Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una
vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la
esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos
los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida
cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre
todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del
prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador
nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta
la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).
He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la
gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos
renovar por la misericordia de Dios, dejemos que la fuerza de su amor
transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia,
cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la
creación y hacer florecer la justicia y la paz.
Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la
muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en
paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el
mundo entero.
Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y
palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia,
para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el
fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y
que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria,
para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están
esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de
causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la
crisis?
Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos.
Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria,
donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida
de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo
rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este de la República Democrática del
Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar
sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que
superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.
Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de
quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida
humana y la familia, egoísmo que continúa la trata de personas... ¡La esclavitud
más extendida en el siglo XXI. La trata de personas es la esclavitud más
extendida del siglo XXI! Un mundo desgarrado por la violencia ligada al tráfico
de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra
nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de
calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.
Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan
en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al
Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de
Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal 117,1-2).
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