Mártir.
La historia del santo termina en los amaneceres del siglo
IV.
Han salido varios decretos del emperador Diocleciano y
cada versión es peor para los cristianos que el anterior. En todo lo ancho y
largo del Imperio se han enturbiado las cosas hasta el punto de crearse un
ambiente de persecución abierta y ya se habla de cárceles, cruces, hogueras y
espadas contra los discípulos de Jesús; al emperador le dan respeto porque
desprecian a los dioses nacionales y piensan que acabarán poniendo en peligro el
fundamento de su unidad.
Por desgracia, bastantes han sido flojos; no han
perseverado al llegar los tiempos malos y por miedo han sacrificado a los
ídolos; han sido blandos. Procopio no ha claudicado. Nació en Scitopolis ya
hace años y ahora vive en Jerusalén. El amor sincero al Señor Jesús, su deseo
de imitarlo, le han llevado a vivir bastante lejos de la marcha que lleva el
común de los mortales que con harta frecuencia piensa en vivir del modo más
cómodo posible, huyendo de lo que cuesta, y siendo amigos de cuidar que el
estómago no sufra con privaciones, procurando al cuerpo algo más del sueño y
descanso que pide, con el añadido de conseguir todos los placeres que a la
vuelta de la esquina pueden encontrarse como oferta permanente. Así es su
presencia, flaco y seco como un asceta. Supo preparar la pelea última con la
lucha y el esfuerzo diario.
Tiene responsabilidades añadidas a la profesión de la fe
cristiana. Lo han hecho Lector en la iglesia y lee con voz alta y pausada al
pueblo lo que está escrito en el Libro Sagrado; como Exorcista, trata al poseso
con la energía de quien tiene por el Señor el mando; le encomendó también el
obispo la traducción oficial a la lengua vulgar –al arameo- los textos griegos
de la Liturgia.
Por la persecución que se ha iniciado, lo trasladan a
Cesarea y allí comienza la encrespada lid contra los que aman al único Dios y
rechazan a los ídolos de los paganos. Ante el gobernador Flaviano no tiene más
palabra que negar la existencia de dioses, ni mejor actitud que negarse a
ofrecer incienso a ídolos falsos y a los emperadores romanos. Así las cosas,
Flaviano decide que es crimen de estado negar a las imágenes incienso y
censurar la tetrarquía. Termina el episodio decapitando a Procopio.
La mayor parte de los cristianos en Cesarea se ha motivado
con el ejemplo. Acuden a decir a Flaviano que ellos también son cristianos y
que no aceptan la imposición de llamar dioses a los falsos ídolos ni a la
tetrarquía imperante en el Imperio Romano. No tenían otro modo de hacer causa
común para proclamar y defender sus derechos humanos. Tantos son que el
gobernador disimula, parece no oír las palabras y decide aparentar en público
la claudicación de los cristianos con la simulación de que ofrecen el incienso
que ni siquiera llegan a tocar las manos. Desea mantener a toda costa la
apariencia del triunfo, pero quiere evitar también la masacre de los mejores y
más honrados ciudadanos pacíficos.
No sé por qué ni de donde forjaron los cristianos de otros
tiempos más adelantados la leyenda de un Procopio extraño presentándolo como un
personaje funesto, terrible perseguidor de los cristianos, convertido a lo
Damasco, predicador luego como Pablo, soldado cruel en muchas batallas ganadas
con una cruz que, casi, casi es talismán, de aventura en aventura, ladino en el
tribunal y machacón testarudo ante el juez que termina mandándolo ejecutar
entre tormentos tan inconcebibles como extravagantes. ¿Pretendían quizá
acumular virtudes en el santo? o ¿fingirlas en la comunidad de Cesarea? Que ni
lo uno ni lo otro se necesitaba es evidente. Yo prefiero quedarme con la figura
sencilla del clérigo Procopio que cumple a diario su obligación de cuidar su
alma y la de su gente y que, llegado el momento, muere sencillamente cumpliendo
el último de sus compromisos.
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