Día litúrgico: 10 de Agosto: San Lorenzo,
diácono y mártir
Texto del Evangelio (Jn 12,24-26): En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.
El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará
para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí
estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant
Cugat del Vallès, Barcelona, España).
«Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí
estará también mi servidor»
Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que
celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso
a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (San Juan Pablo II).
La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación,
ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días,
donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o
a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy
inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que
dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente.
Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué
conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana
convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada
uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las
aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”,
lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el
Buen Pastor desea para nosotros (cf. Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente
a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se
puede pactar y justificar.
Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de
la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones
ni adaptaciones. De hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos
testimonios de seguidores de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la
muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua
del Emperador» (San Juan Pablo II).
En el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el
diácono «san Lorenzo amó a Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su vida en este
mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de san Lorenzo,
afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el
seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas
interpretaciones de su camino.
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