Día litúrgico: Domingo XXI (C) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 13,22-30): En aquel tiempo,
Jesús atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia
Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo:
«Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán
entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta,
os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: ‘¡Señor,
ábrenos!’. Y os responderá: ‘No sé de dónde sois’. Entonces empezaréis a decir:
‘Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas’; y os
volverá a decir: ‘No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de
injusticia!’. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a
Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a
vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur,
y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. Y hay últimos que serán primeros, y
hay primeros que serán últimos».
Comentario: Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez (Rubí,
Barcelona, España).
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?»
Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación
de las almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la
Iglesia” (así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho
Canónico). La salvación del alma es una realidad en cuanto don de Dios, pero
para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la muerte es tan solo una
posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta
del amor de Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo digno de pena eterna el
hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno». En esta vida sólo hay
dos posibilidades: o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido.
Visto así, vida, muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos
de lógica cuando no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva
la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira incesantemente con
amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un gesto mínimo de
voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). Cristo
no responde a la interpelación. Quedó entonces la pregunta sin respuesta, y
también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la
conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición
oportuna del cristiano» (San Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre
quienes habitan el infierno, pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí
que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá condenados en el juicio
final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o laico, incurre sin más
preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la mirada del alma al Salvador, y
somos también libres para obstinarnos en su rechazo. La muerte petrificará esa
opción por toda la eternidad...
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