Día litúrgico: Viernes XXX del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 14,1-6): Un sábado, Jesús fue
a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban
observando. Había allí, delante de Él, un hombre hidrópico. Entonces preguntó
Jesús a los legistas y a los fariseos: «¿Es lícito curar en sábado, o no?».
Pero ellos se callaron. Entonces le tomó, le curó, y le despidió. Y a ellos les
dijo: «¿A quién de vosotros se le cae un hijo o un buey a un pozo en día de
sábado y no lo saca al momento?». Y no pudieron replicar a esto.
Comentario: Rvdo. D. Manuel COCIÑA Abella
(Madrid, España).
«¿Es lícito curar en sábado, o no?»
Hoy fijamos nuestra atención en la punzante pregunta que
Jesús hace a los fariseos: «¿Es lícito curar en sábado, o no?» (Lc 14,3), y en
la significativa anotación que hace san Lucas: «Pero ellos se callaron» (Lc
14,4).
Son muchos los episodios evangélicos en los que el Señor
echa en cara a los fariseos su hipocresía. Es notable el empeño de Dios en
dejarnos claro hasta qué punto le desagrada ese pecado —la falsa apariencia, el
engaño vanidoso—, que se sitúa en las antípodas de aquel elogio de Cristo a
Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn
1,47). Dios ama la sencillez de corazón, la ingenuidad de espíritu y, por el
contrario, rechaza enérgicamente el enmarañamiento, la mirada turbia, el ánimo
doble, la hipocresía.
Lo significativo de la pregunta del Señor y de la
respuesta silenciosa de los fariseos es la mala conciencia que éstos, en el
fondo, tenían. Delante yacía un enfermo que buscaba ser curado por Jesús. El
cumplimiento de la Ley judaica —mera atención a la letra con menosprecio del
espíritu— y la fatua presunción de su conducta intachable, les lleva a
escandalizarse ante la actitud de Cristo que, llevado por su corazón
misericordioso, no se deja atar por el formalismo de una ley, y quiere devolver
la salud al que carecía de ella.
Los fariseos se dan cuenta de que su conducta hipócrita no
es justificable y, por eso, callan. En este pasaje resplandece una clara
lección: la necesidad de entender que la santidad es seguimiento de Cristo
—hasta el enamoramiento pleno— y no frío cumplimiento legal de unos preceptos.
Los mandamientos son santos porque proceden directamente de la Sabiduría
infinita de Dios, pero es posible vivirlos de una manera legalista y vacía, y
entonces se da la incongruencia —auténtico sarcasmo— de pretender seguir a Dios
para terminar yendo detrás de nosotros mismos.
Dejemos que la encantadora sencillez de la Virgen María se
imponga en nuestras vidas.
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