Día litúrgico: Domingo XXVIII (B) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 10,17-30): En aquel tiempo,
cuando Jesús se ponía en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose
ante Él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia
vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino
sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes,
no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre».
Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud».
Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda,
cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo;
luego, ven y sígueme».
Pero él, abatido por estas palabras, se marchó
entristecido, porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su alrededor, dice a
sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino
de Dios!». Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas
Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: «¡Hijos, qué difícil es entrar en
el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que
un rico entre en el Reino de Dios». Pero ellos se asombraban aún más y se
decían unos a otros: «Y ¿quién se podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente,
dice: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible
para Dios». Pedro se puso a decirle: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo
y te hemos seguido». Jesús dijo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa,
hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio,
quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas,
madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida
eterna».
Comentario: Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer
(Sabadell, Barcelona, España).
«Se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes»
Hoy vemos cómo Jesús —que nos ama— quiere que todos
entremos en el Reino de los cielos. De ahí esta advertencia tan severa a los
“ricos”. También ellos están llamados a entrar en él. Pero sí que tienen una
situación más difícil para abrirse a Dios. Las riquezas les pueden hacer creer
que lo tienen todo; tienen la tentación de poner la propia seguridad y
confianza en sus posibilidades y riquezas, sin darse cuenta de que la confianza
y la seguridad hay que ponerlas en Dios. Pero no solamente de palabra: qué
fácil es decir «Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío», pero qué difícil se
hace decirlo con la vida. Si somos ricos, cuando digamos de corazón esta
jaculatoria, trataremos de hacer de nuestras riquezas un bien para los demás,
nos sentiremos administradores de unos bienes que Dios nos ha dado.
Acostumbro a ir a Venezuela a una misión, y allí realmente
—en su pobreza, al no tener muchas seguridades humanas— las personas se dan
cuenta de que la vida cuelga de un hilo, que su existencia es frágil. Esta
situación les facilita ver que es Dios quien les da consistencia, que sus vidas
están en las manos de Dios. En cambio, aquí —en nuestro mundo consumista—
tenemos tantas cosas que podemos caer en la tentación de creer que nos otorgan
seguridad, que nos sostiene una gran cuerda. Pero, en realidad —igual que los
“pobres”—, estamos colgando de un hilo. Decía la beata Madre Teresa: «Dios no puede
llenar lo que está lleno de otras cosas». Tenemos el peligro de tener a Dios
como un elemento más en nuestra vida, un libro más en la biblioteca;
importante, sí, pero un libro más. Y, por tanto, no considerarlo en verdad como
nuestro Salvador.
Pero tanto los ricos como los pobres, nadie se puede
salvar por sí mismo: «¿Quién se podrá salvar?» (Mc 10,26), exclamarán los
discípulos. «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es
posible para Dios» (Mc 10,27), responderá Jesús. Confiémonos todos y del todo a
Jesús, y que esta confianza se manifieste en nuestras vidas.
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