Día litúrgico: Viernes III de Cuaresma
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo,
uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál
es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es:
‘Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas
tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe
otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al
decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el
corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo
como a si mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús,
viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino
de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: Rev. D. Pere MONTAGUT i Piquet
(Barcelona, España).
No existe otro mandamiento mayor que éstos
Hoy, la liturgia cuaresmal nos presenta el amor como la
raíz más profunda de la autocomunicación de Dios: «El alma no puede vivir sin
amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por
amor la creé» (Santa Catalina de Siena).
Dios es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la
cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de
cómo Dios mismo —en su Hijo— quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios»
(Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a
los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al
Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre,
crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor
del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una
participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que
introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor.
Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo
atrae hacia el amor a Dios —invisible e inaccesible— mientras que, a la vez, es
camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y
presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo
que quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar,
un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el
Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras
capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor
filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede
separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno
mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud
de hermanos.
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