Día litúrgico: Martes V de Cuaresma
Texto del Evangelio (Jn 8,21-30): En aquel tiempo,
Jesús dijo a los fariseos: «Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en
vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir». Los judíos se decían:
«¿Es que se va a suicidar, pues dice: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis ir’?».
El les decía: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este
mundo, yo no soy de este mundo. Ya os he dicho que moriréis en vuestros
pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados».
Entonces le decían: «¿Quién eres tú?». Jesús les
respondió: «Desde el principio, lo que os estoy diciendo. Mucho podría hablar
de vosotros y juzgar, pero el que me ha enviado es veraz, y lo que le he oído a
Él es lo que hablo al mundo». No comprendieron que les hablaba del Padre. Les
dijo, pues, Jesús: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces
sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que
el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo. Y el que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él».
Al hablar así, muchos creyeron en Él.
Comentario: Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca
(Les Fonts del Vallès, Barcelona, España).
Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces
sabréis que Yo Soy
Hoy, martes V de Cuaresma, a una semana de la
contemplación de la Pasión del Señor,
Él nos invita a mirarle anticipadamente redimiéndonos desde la Cruz:
«Jesucristo es nuestro pontífice, su cuerpo precioso es nuestro sacrificio que
Él ofreció en el ara de la Cruz para la salvación de todos los hombres» (San Juan Fisher).
«Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre...» (Jn 8,28).
En efecto, Cristo Crucificado —¡Cristo “levantado”!— es el gran y definitivo
signo del amor del Padre a la Humanidad caída. Sus brazos abiertos, extendidos
entre el cielo y la tierra, trazan el signo indeleble de su amistad con
nosotros los hombres. Al verle así, alzado ante nuestra mirada pecadora,
sabremos que Él es (cf. Jn 8,28), y entonces, como aquellos judíos que le
escuchaban, también nosotros creeremos en Él.
Sólo la amistad de quien está familiarizado con la Cruz
puede proporcionarnos la connaturalidad para adentrarnos en el Corazón del Redentor. Pretender un
Evangelio sin Cruz, despojado del sentido cristiano de la mortificación, o
contagiado del ambiente pagano y naturalista que nos impide entender el valor
redentor del sufrimiento, nos colocaría en la terrible posibilidad de escuchar
de los labios de Cristo: «Después de todo, ¿para qué seguir hablándoos?».
Que nuestra mirada a la Cruz, mirada sosegada y
contemplativa, sea una pregunta al Crucificado, en que sin ruido de palabras le
digamos: «¿Quién eres tú?» (Jn 8,25). Él nos contestará que es «el Camino, la
Verdad y la Vida» (Jn 14,6), la Vid a la que sin estar unidos nosotros, pobres
sarmientos, no podemos dar fruto, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna.
Y así, si no creemos que Él es, moriremos por nuestros pecados. Viviremos, sin
embargo, y viviremos ya en esta tierra vida de cielo, si aprendemos de Él la
gozosa certidumbre de que el Padre está con nosotros, no nos deja solos. Así
imitaremos al Hijo en hacer siempre lo que al Padre le agrada.
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