Con Jesús en el desierto
14.03.2014
La Cuaresma comienza cada año con el relato de Jesús que
se retira al desierto durante cuarenta días. En esta meditación introductoria
queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este tiempo, qué temas están
presentes en el relato evangélico, para aplicarlos a nuestra vida.
1. «El Espíritu
empujó a Jesús al desierto»
El primer tema es el del desierto. Jesús acaba de recibir,
en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la buena noticia a los
pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino (cf. Lc 4,18s). Pero
no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un
impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto donde permanece cuarenta
días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá que se extiende desde el
exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el valle del Jordán. La
tradición identifica el lugar con el llamado Monte de la Cuarentena que da al
valle del Jordán.
En la historia ha habido grupos de hombres y mujeres que
han optado por imitar a este Jesús que se retira al desierto. En Oriente,
empezando por san Antonio abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de
Palestina; en Occidente, donde no existían desiertos de arena, se retiraban a
lugares solitarios, montes y valles remotos. Pero la invitación a seguir Jesús
en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los eremitas. En forma
distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han elegido un espacio
de desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo de desierto.
La Cuaresma es la ocasión que la Iglesia ofrece a todos,
sin distinción, para vivir un tiempo de desierto sin tener que abandonar, por
ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó este ardiente llamamiento:
«¡Volved a entrar en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir
lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro vagabundeo que os ha llevado
fuera del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón,
tú que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡no te
conoces a ti mismo, y busca a quien te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón,
sepárate del cuerpo… Entra en el corazón: examina allí lo que quizá percibes de
Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre
habita Cristo»1.
¡Volver a entrar en el propio corazón! Pero, ¿qué es y qué
representa el corazón, del que se habla tan a menudo en la Biblia y en el
lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología humana, donde no es más que
un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón es el lugar metafísico más
profundo de una persona; es lo íntimo de cada hombre, donde cada uno vive su
ser persona, es decir, su subsistir en sí, en relación con Dios, del que
procede y en el que encuentra su fin, con otros hombres y con la creación
entera. También en el lenguaje común, el corazón designa la parte esencial de
una realidad. «Ir al corazón de un problema» quiere decir ir a la parte
esencial del mismo, del que depende la explicación de todas las demás partes
del problema.
Así, el corazón de una persona indica el lugar espiritual,
donde uno puede contemplar a la persona en su realidad más profunda y
auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales. Es en el corazón
donde tiene lugar el juicio de cada persona, sobre lo que lleva dentro de sí, y
que es la fuente de su bondad o de su malicia. Conocer el corazón de una persona
quiere decir haber penetrado en el santuario íntimo de su personalidad, en el
que se conoce a esa persona por lo que realmente es y vale.
Volver al corazón significa, pues, volver a lo que hay de
más personal e interior en nosotros. Lamentablemente la interioridad es un
valor en crisis. Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a
nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir el estar
constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano inclinado, pero
inclinado hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como universo, tras la
explosión inicial (el famoso Big Bang), también nosotros estamos en fase de
expansión y de alejamiento del centro. Estamos constantemente «saliendo», a
través de esas cinco puertas o ventanas que son nuestros sentidos.
Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El
castillo interior que es, ciertamente, uno de los frutos más maduros de la
doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un
«castillo exterior» y hoy constatamos que es posible estar encerrados también
en este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces de volver a entrar.
¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían hacer propia la amarga
constatación que Agustín hacía a propósito de su vida antes de la conversión:
«Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú
estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba. Deforme, me arrojaba sobre
las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me
tenían lejos de ti tus criaturas, inexistentes si no existieran en te»2.
Lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro
casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras personas tiene el poder de
hacer desviar nuestra intención, como algunos campos magnéticos hacen desviar
las ondas. La acción pierde su autenticidad y su recompensa. El parecer toma la
ventaja sobre el ser. Por eso Jesús invita a ayunar, a hacer limosna a
escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto» (cf. Mt 6,1-4).
La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se
habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el criterio de éxito o
fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano, la autenticidad?
¿Cuándo una persona es realmente ella misma? Sólo cuando acoge, como medida, a
Dios. «Se habla mucho —escribe el filósofo Kierkegaard— de vidas
desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que nunca se
dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión
de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está ante este Dios»3.
De una vuelta a la interioridad necesitan sobre todo las
personas consagradas al servicio de Dios. En un discurso dirigido a los
superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo VI dijo:
«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una
fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la soledad. Ruido y
estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no logran recogerse.
Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las
distintas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas, libros invaden la
intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que en otro
tiempo encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma
consigue estar plenamente ocupada en Dios».
Pero tratemos de ver también cómo hacer, concretamente,
para encontrar y conservar la costumbre de la interioridad. Moisés era un
hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho construir una tienda portátil
y en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente
entraba en ella para consultar al Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés
«cara a cara, como un hombre habla con otro» (Ex 33,11).
Pero tampoco esto se puede hacer siempre. No siempre se
puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario para recuperar el
contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otro medio más al
alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las carreteras del mundo,
decía: Tenemos un eremitorio siempre con nosotros dondequiera que vayamos y
cada vez que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en este eremo. «El
hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que habita allí dentro para
rezar a Dios y meditar». Es como tener un desierto siempre «debajo de casa» o
mejor «dentro casa», en el que poderse retirar con el pensamiento en cada
momento, incluso yendo por la calle.
Terminamos esta primera parte de nuestra meditación
escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación que san Anselmo de Aosta
dirige al lector en una obra famosa suya:
«Ay de mí, miserable mortal, huye durante breve tiempo de
tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos tumultuosos. Aleja en este
momento los graves afanes y deja de lado tus agotadoras actividades. Atiende un
poco a Dios y reposa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo,
excepto a Dios y a quien te ayuda a buscarlo, y, cerrada la puerta, di a Dios:
Busco tu rostro. Tu rostro yo busco, Señor»4.
2. Los ayunos
agradables a Dios
El segundo gran tema presente en el relato de Jesús en el
desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta
noches, al final tuvo hambre» (Mt 4,1). ¿Qué significa para nosotros hoy imitar
el ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se pretendía sólo limitarse en
los alimentos y en las bebidas, y abstenerse de carne. Este ayuno alimenticio
conserva todavía su validez y es altamente recomendado, naturalmente cuando su
motivación es religiosa y no sólo higiénica o estética, pero ya no es el único
y ni siquiera el más necesario.
La forma más necesaria y significativa de ayuno se llama
hoy sobriedad. Privarse voluntariamente de pequeñas o grandes comodidades, de
lo que es inútil y a veces incluso perjudicial para la salud. Este ayuno es solidaridad
con la pobreza de muchos. ¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la
liturgia nos hace escuchar al comienzo de cada Cuaresma?
«¿Acaso el ayuno que quiero no es éste:
que compartas tu pan con quien tiene hambre,
que lleves a tu casa a los desafortunados privados de
techo,
que cuando veas a uno desnudo tú lo cubras
y que no te escondas a quien es carne de tu carne?» (Is
58, 6-7).
Semejante ayuno es también contestación a una mentalidad
consumista. En un mundo que ha hecho de la comodidad superflua e inútil uno de
los fines de su propia actividad, renunciar a lo superfluo, saber prescindir de
algo, abstenerse de recurrir siempre a la solución más cómoda, de elegir lo más
fácil, el objeto de mayor lujo, vivir, en definitiva, con sobriedad, es más eficaz
que imponerse penitencias artificiales. Además, es justicia hacia las
generaciones que sigan a la nuestra que no deben ser reducidas a vivir de las
cenizas de lo que nosotros hemos consumido y desperdiciado. La sobriedad
también tiene un valor ecológico, de respeto de la creación.
Más necesario que el ayuno de los alimentos es hoy también
el ayuno de imágenes. Vivimos en una civilización de la imagen; nos hemos
convertido en devoradores de imágenes. Mediante la televisión, la prensa, la
publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia dentro de nosotros. Muchas de
ellas son insanas, propagan violencia y maldad, no hacen más que incitar los
peores instintos que llevamos dentro. Son producidas expresamente para seducir.
Pero quizá lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida, con todas las
consecuencias que se derivan de ello a continuación en el impacto con la
realidad, sobre todo para los jóvenes. Se pretende, inconscientemente, que la
vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.
Si no creamos un filtro, una barrera, reducimos en breve
tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a vertedero. Las imágenes malas no
mueren en cuanto llegan dentro de nosotros, sino que fermentan. Se transforman
en impulsos para la imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Un
filósofo materialista, Feuerbach, dijo: «El hombre es lo que come»; hoy quizá
habría que decir: «El hombre es lo que mira».
Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer
durante la Cuaresma, es el de las palabras malas. San Pablo recomienda:
«Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca, sino más bien palabras buenas
que puedan servir para la necesaria edificación y provecho de los que escuchan»
(Ef 4, 29).
Palabras malas no son sólo las palabrotas; son también las
palabras cortantes, negativas que ponen de manifiesto sistemáticamente el lado
débil del hermano, palabras que siembran discordia y sospechas. En la vida de
una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de cerrar a cada
uno en sí mismo, de congelar, creando amargura y resentimiento. Literalmente,
«mortifican», es decir, producen la muerte. Santiago decía que la lengua está
llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo,
resucitar a un hermano o matarle (cf. Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer
peor mal que un puñetazo.
En el Evangelio de Mateo figura una palabra de Jesús que
ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de todos los tiempos: «Pero yo os
digo que de cada palabra inútil los hombres darán cuenta en el día del juicio»
(Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la intención de condenar cada palabra
inútil, en el sentido de no «estrictamente necesaria». Tomado en sentido
pasivo, el término argon (a = sin, ergon = obra) utilizado en el Evangelio
indica la palabra carente de fundamento, por lo tanto, la calumnia; tomado en
sentido activo, significa la palabra que no fundamenta nada, que no sirve ni
siquiera para la necesaria distensión. San Pablo recomendaba al discípulo
Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los que las hacen avanzan cada vez
más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una recomendación que el papa Francisco nos
ha repetido más de una vez.
La palabra inútil (argon) es lo contrario de la palabra de
Dios que se define en efecto, por contraste, energes, (1 Tes 2,13; Heb 4,12),
es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para todo. En este sentido,
aquello de lo que los hombres deberán rendir cuentas en el día del juicio es,
en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin fervor, pronunciada por quien
debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son «espíritu y vida»,
sobre todo en el momento en que ejerce el ministerio de la Palabra.
3. Tentado por Satán
Pasemos al tercer elemento del relato recogido sobre el
que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el demonio, las tentaciones.
En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es decir, ¿indica la palabra
demonio realmente alguna realidad personal, dotada de inteligencia y voluntad,
o es simplemente un símbolo, un modo de hablar para indicar la suma del mal
moral del mundo, el inconsciente colectivo, la alienación colectiva, etc.?
La prueba principal de la existencia del demonio en los
evangelios no está en los numerosos episodios de liberación de obsesos, porque
al interpretar estos hechos pueden haber influido las creencias antiguas sobre
el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es tentado en el desierto por el
demonio: ésta es la prueba. La prueba son también los múltiples santos que han
luchado en la vida con el príncipe de las tinieblas. Ellos no son «quijotes»
que han luchado contra molinos de viento. Al contrario, eran hombres muy
concretos y de psicología muy sana. San Francisco de Asís confió una vez a un
compañero: «Si los frailes supieran cuántas y qué tribulaciones recibo de los
demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar por mí»5.
Si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque
se basan en los libros, pasan la vida en las bibliotecas o en el despacho,
mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial
y precisamente, los santos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien no ha tenido
nada que ver con la realidad de Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con
las tradiciones culturales, religiosas, etnológicas sobre Satanás? Esos tratan
normalmente este tema con gran seguridad y superioridad, liquidando todo como
«oscurantismo medieval». Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de
no tener miedo alguno del león, alegando como prueba el hecho de que lo ha
visto muchas veces pintado, o en fotografía y nunca se ha asustado.
Es totalmente normal y coherente que no crea en el diablo
quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si alguien que no cree en Dios
creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien, es lo que sucede en nuestra
sociedad. El demonio, el satanismo y otros fenómenos conexos están hoy de gran
actualidad. Nuestro mundo tecnológico e industrializado pulula de magos, brujos
de ciudad, ocultismo, espiritismo, adivinadores de horóscopos, vendedores de mal
de ojo, de amuletos, así como de auténticas sectas satánicas. Expulsado por la
puerta, el diablo ha vuelto por la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha
regresado con la superstición.
Lo más importante que la fe cristiana tiene que decirnos
no es, sin embargo, que el demonio existe, sino que Cristo ha vencido al
demonio. Cristo y el demonio no son, para los cristianos, dos principios
iguales y contrarios, como en ciertas religiones dualistas. Jesús es el único
Señor; Satán no es más que una criatura «que ha ido mal». Si se le concede
poder sobre los hombres es para que los hombres tengan la posibilidad de elegir
libremente de qué parte están, y también para que «no se alcen en soberbia»
(cf. 2 Cor 12,7), creyéndose autosuficientes y sin necesidad de ningún
redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto espiritual negro. «Ha
disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado la puntería y, en
cambio, ha destruido mi pecado».
Con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede
hacernos mal, si nosotros mismos no lo queremos. Satanás, decía un antiguo
padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es como un perro atado al palo:
puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no somos nosotros los que nos
acercamos, no puede morder. ¡Jesús en el desierto se ha liberado de Satanás
para liberarnos de Satanás!
Los evangelios nos hablan de tres tentaciones: «Si eres
Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»; «Si eres Hijo de
Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si, postrándote, me adoras».
Tienen un fin único y común a todas: desviar a Jesús de su misión, distraerlo
del objetivo para el que ha venido a la tierra; sustituir el plan del Padre con
un plan distinto. En el bautismo, el Padre había mostrado a Cristo la vía del Siervo
obediente que salva con la humildad y el sufrimiento; Satanás le propone una
vía de gloria y de triunfo, la vía que todos entonces se esperaban del Mesías.
También hoy todo el esfuerzo del demonio es el de desviar
al hombre del objetivo para el que está en el mundo que es el de conocer, amar
y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en la otra. Desviarlo, es
decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección. Sin embargo, Satanás
también es astuto; no aparece en persona con cuernos y olor a azufre (sería
demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas llevándolas al extremo,
absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero es una cosa buena, como
lo son el placer, el sexo, la comida, la bebida. Pero si se convierten en lo
más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios, entonces llegan a ser
destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.
Un ejemplo especialmente referido al tema es la diversión,
la distracción. El juego es una dimensión noble del ser humano; Dios mismo ha
mandado el descanso. El mal es hacer del juego el objetivo de la vida, vivir la
semana como espera del sábado noche o de la ida al estadio el domingo, por no
hablar de otros pasatiempos mucho menos inocentes. En este caso la diversión
cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento humano y aliviar el estrés
y la fatiga, los aumenta.
Un himno litúrgico de la Cuaresma exhorta a utilizar más
parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos, bebidas, sueño y
diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido al
mundo, de dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo
contrario, nos puede ocurrir lo que sucedió al Titanic o, más cerca de nosotros
en el tiempo y en el espacio, al Costa Concordia.
4. Porque Jesús se
retiró en el desierto
He intentado sacar a la luz las enseñanzas y ejemplos que
nos vienen de Jesús para este tiempo de Cuaresma, pero debo decir que he
omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo. ¿Por qué Jesús,
después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser tentado por Satanás?
No, ni siquiera lo pensaba; nadie va a propósito en busca de tentaciones, y él
mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la tentación. Las tentaciones
fueron una iniciativa del demonio, permitida por el Padre, para la gloria de su
Hijo y como enseñanza para nosotros.
¿Fue al desierto para ayunar? También, pero no
principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre, cuando Jesús se
retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue en el desierto para
sintonizar, como hombre, con la voluntad de Dios, para profundizar la misión
que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho vislumbrar: la misión del
Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la
humillación. En definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su
Padre. Y este es también el objetivo principal de nuestra Cuaresma. Fue al
desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió
al Monte Tabor, es decir, para rezar (Lc 9,28).
No se va al desierto sólo para dejar algo —bullicio, el
mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para encontrar algo, más aún, a
Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno mismo, para ponerse en
contacto con el propio yo profundo, como en muchas formas de meditación no
cristianas. Estar a solas con uno mismo puede significar encontrarse con la
peor de las compañías. El creyente va al desierto, desciende a su corazón, para
reanudar su contacto con Dios, porque sabe que «en el hombre interior habita la
Verdad».
Es el secreto de la felicidad y la paz en esta vida. ¿Qué
más desea un enamorado que estar a solas, en intimidad, con la persona amada?
Dios está enamorado de nosotros y desea que nosotros nos enamoremos de él. Al
hablar de su pueblo como de una novia, Dios dice: «La llevaré al desierto y
hablaré a su corazón» (Os 2,16). Se sabe cuál es el efecto del enamoramiento:
todas las cosas y todas las demás personas se retiran, se sitúan como en el
trasfondo. Hay una presencia que llena todo y hace «secundario» a todo el
resto. No aísla de los demás, sino que incluso hace aún más atentos y
disponibles hacia los otros, pero indirectamente, por redundancia de amor. ¡Oh,
si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia descubriéramos lo cerca que está
de nosotros, al alcance de la mano, la felicidad y la paz que buscamos en este
mundo!
Jesús nos espera en el desierto. No lo dejemos solo todo
este tiempo.
Traducido por Pablo Cervera Barranco
1. San Agustín, In Ioh. Ev., 18, 10: CCL 36, 186.
2. San Agustín, Confesiones,
X, 27.
3. San Kierkegaard, La
malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.) (Florencia 1972) 663 [trad. esp.:
Enfermedad mortal (Madrid 2005)].
4. San Anselmo, Proslogion, 1:
Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97 [Ed. lat./esp.: Obras completas de San Anselmo,
I (BAC, Madrid 2008)].
5. Cf. Speculum perfectionis, 99: FF 1798.
No hay comentarios:
Publicar un comentario