Texto del Evangelio (Mc 3,13-19): En aquel tiempo, Jesús subió al monte y
llamó a los que Él quiso; y vinieron donde Él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los
demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el
de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre
Boanerges, es decir, hijos del trueno; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo,
Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el
mismo que le entregó.
Comentario: Rev. D. Llucià POU i Sabater (Granada, España).
«Jesús
subió al monte y llamó a los que Él quiso»
Hoy,
el Evangelio condensa la teología de la vocación cristiana: el Señor elige a
los que quiere para estar con Él y enviarlos a ser apóstoles (cf. Mc 3,13-14).
En primer lugar, los elige: antes de la creación del mundo, nos ha destinado a
ser santos (cf. Ef 1,4). Nos ama en Cristo, y en Él nos modela dándonos las
cualidades para ser hijos suyos. Sólo en vistas a la vocación se entienden
nuestras cualidades; la vocación es el “papel” que nos ha dado en la redención.
Es en el descubrimiento del íntimo “por qué” de mi existencia cuando me siento
plenamente “yo”, cuando vivo mi vocación.
¿Y
para qué nos ha llamado? Para estar con Él. Esta llamada implica correspondencia:
«Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu
historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un
panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te
sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser
apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la
recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana
—que es la razón más sobrenatural—, respondiste que sí a Dios. Y vino la
alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El» (San Josemaría).
Es
don, pero también tarea: santidad mediante la oración y los sacramentos, y,
además, la lucha personal. «Todos los fieles de cualquier estado y condición de
vida están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la
caridad, santidad que, aún en la sociedad terrena, promueve un modo más humano
de vivir» (Concilio Vaticano II).
Así,
podemos sentir la misión apostólica: llevar a Cristo a los demás; tenerlo y
llevarlo. Hoy podemos considerar más atentamente la llamada, y afinar en algún
detalle de nuestra respuesta de amor.
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