Santa Sede
«La verdad os hará libres» (Jn 8,
32).
Fake
news y periodismo de paz
Queridos hermanos y hermanas:
En el proyecto de Dios, la comunicación humana es una modalidad esencial
para vivir la comunión. El ser humano, imagen y semejanza del Creador, es capaz
de expresar y compartir la verdad, el bien, la belleza. Es capaz de contar su
propia experiencia y describir el mundo, y de construir así la memoria y la
comprensión de los acontecimientos.
Pero el hombre, si sigue su propio egoísmo orgulloso, puede también
hacer un mal uso de la facultad de comunicar, como muestran desde el principio
los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la Torre de Babel (cf. Gn 4,1-16;
11,1-9). La alteración de la verdad es el síntoma típico de tal distorsión,
tanto en el plano individual como en el colectivo. Por el contrario, en la
fidelidad a la lógica de Dios, la comunicación se convierte en lugar para
expresar la propia responsabilidad en la búsqueda de la verdad y en la
construcción del bien.
Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e inmersos dentro
de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias falsas, las
llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la reflexión; por eso he
dedicado este mensaje al tema de la verdad, como ya hicieron en diversas
ocasiones mis predecesores a partir de Pablo
VI (cf. Mensaje
de 1972: «Los instrumentos
de comunicación social al servicio de la verdad»). Quisiera
ofrecer de este modo una aportación al esfuerzo común para prevenir la difusión
de las noticias falsas, y para redescubrir el valor de la profesión periodística
y la responsabilidad personal de cada uno en la comunicación de la verdad.
1. ¿Qué hay de falso en las «noticias falsas»?
«Fake news» es un término discutido y también objeto de debate.
Generalmente alude a la desinformación difundida online o en los medios de
comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por tanto, a
informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que
tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar
determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener
ganancias económicas.
La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza
mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo
lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de
que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios poniendo el
acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se
apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia
y la frustración. Su difusión puede contar con el uso manipulador de las redes
sociales y de las lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los
contenidos, a pesar de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que
incluso los desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que
producen.
La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe
asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes
digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El
resultado de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de realizar una
sana comparación con otras fuentes de información, lo que podría poner en discusión
positivamente los prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el
riesgo de convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones sectarias
e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar al otro, el
presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los
conflictos. Las noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes
e hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro
de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad.
2. ¿Cómo podemos reconocerlas?
Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer frente
a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación se basa
frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente evasivos y
sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos refinados. Por eso son
loables las iniciativas educativas que permiten aprender a leer y valorar el contexto
comunicativo, y enseñan a no ser divulgadores inconscientes de la desinformación,
sino activos en su desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas
institucionales y jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a
este fenómeno, así como las que han puesto en marcha las compañías tecnológicas
y de medios de comunicación, dirigidas a definir nuevos criterios para la
verificación de las identidades personales que se esconden detrás de millones
de perfiles digitales.
Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la
desinformación requieren también un discernimiento atento y profundo. En
efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica de la
serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se trata de la estrategia
utilizada por la «serpiente astuta» de la que habla el Libro del Génesis, la
cual, en los albores de la humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf.
Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se
concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables
formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación.
La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis,
una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el corazón del hombre
con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del pecado original,
el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer fingiendo ser su amigo e
interesarse por su bien, y comienza su discurso con una afirmación verdadera,
pero sólo en parte:«¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?»
(Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de
ningún árbol, sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y
el mal no comerás» (Gn 2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la
serpiente, pero se deja atraer por su provocación: «Podemos comer los frutos de
los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín
nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”»
(Gn 3,2). Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo
dado credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de los hechos,
la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención cuando le asegura:
«No, no moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del tentador asume una
apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán
los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5).
Finalmente, se llega a desacreditar la recomendación paternal de Dios, que
estaba dirigida al bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La
mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y
deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho esencial para
nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua; por el contrario,
fiarse de lo que es falso produce consecuencias nefastas. Incluso una distorsión
de la verdad aparentemente leve puede tener efectos peligrosos.
De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news se
convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y difícilmente
manejable, no a causa de la lógica de compartir que caracteriza a las redes
sociales, sino más bien por la codicia insaciable que se enciende fácilmente en
el ser humano.
Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la desinformación
tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar que en último término
nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico que el de sus manifestaciones individuales:
el del mal que se mueve de falsedad en falsedad para robarnos la libertad del
corazón. He aquí porqué educar en la verdad significa educar para saber
discernir, valorar y ponderar los deseos y las inclinaciones que se mueven dentro
de nosotros, para no encontrarnos privados del bien «cayendo» en cada tentación.
3. «La verdad os hará libres» (Jn 8,32)
La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina por
ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo interesante en
este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega
al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a
sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí mismo y a los demás.
Luego, como ya no estima a nadie, deja también de amar, y para distraer el
tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las
pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como
una bestia. Y todo esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo» (Los
hermanos Karamazov, II,2).
Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus de
la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión cristiana, la
verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere al juicio sobre las
cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La verdad no es solamente el
sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la realidad», como lleva a pensar el
antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès, «no escondido»). La
verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de
apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz ‘aman, de la cual procede
también el Amén litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede
apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable
y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, «verdadero»,
es el Dios vivo. He aquí la afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6).
El hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en
sí mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al
hombre: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos
ingredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros gestos
sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir la verdad es
preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve el bien, y lo que,
por el contrario, tiende a aislar, dividir y contraponer. La verdad, por tanto,
no se alcanza realmente cuando se impone como algo extrínseco e impersonal; en
cambio, brota de relaciones libres entre las personas, en la escucha recíproca.
Además, nunca se deja de buscar la verdad, porque siempre está al acecho la
falsedad, también cuando se dicen cosas verdaderas.
Una argumentación impecable puede apoyarse sobre hechos innegables, pero
si se utiliza para herir a otro y desacreditarlo a los ojos de los demás, por más
que parezca justa, no contiene en sí la verdad. Por sus frutos podemos
distinguir la verdad de los enunciados: si suscitan polémica, fomentan
divisiones, infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la reflexión
consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad provechosa.
4. La paz es la verdadera noticia
El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino las
personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a escuchar, y
permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un diálogo sincero;
personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan en el uso del lenguaje.
Si el camino para evitar la expansión de la desinformación es la
responsabilidad, quien tiene un compromiso especial es el que por su oficio
tiene la responsabilidad de informar, es decir: el periodista, custodio de las
noticias. Este, en el mundo contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una
verdadera y propia misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en
el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no
está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las
personas. Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por
eso la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son
verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y
abren caminos de comunión y de paz.
Por lo tanto, deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de
paz, sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la
existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el
contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes
efectistas y a declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas
para personas, y que se comprende como servicio a todos, especialmente a
aquellos –y son la mayoría en el mundo– que no tienen voz; un periodismo que no
queme las noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los
conflictos, para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través
de la puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar
soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal.
Por eso, inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos
a la Verdad en persona de la siguiente manera:
Señor, haznos instrumentos de tu paz.
Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea
comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean
semillas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos;
donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos verdad.
Amén.
Francisco
No hay comentarios:
Publicar un comentario