Publicamos a continuación el texto del Mensaje del Santo Padre
Francisco para la I Jornada Mundial de los Pobres que se celebrará el
XXXIII domingo del tiempo ordinario –este año el 19 de noviembre de 2017– y cuyo tema No amemos de palabra sino con obras
Mensaje del Santo Padre
1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con
obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan
expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la
que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de
Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras
vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con
los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar
como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de
amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos
bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó
primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su
propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta.
Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin
embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente
impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es
posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su
caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso
nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que,
por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras
vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos
y hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7).
La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está
muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles,
donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de
sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es
sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se
presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible
porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que
manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza
principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y
herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45).
Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros
cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado
a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera
comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y
por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos
a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta
misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e
incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres
del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a
los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo,
¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los
tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si
no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una
hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les
dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo
necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene
obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco
de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se
conformó con abrazar y dar limosna a los
leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos.
Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando
vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo
Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de
ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del
cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio
muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los
cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los
destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana,
y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la
conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para
sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las
injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con
los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un
estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la
conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba
de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad
espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si
realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en
el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental
recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia,
se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de
los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del
santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo
despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con
ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo
que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la
mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para
hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano
extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y
comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante
todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él
y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20).
La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de
criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos
engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón
que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida
y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las
condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades
personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la
cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la
medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también
vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco,
testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos
en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos
ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un
desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos
comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los
pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo
que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su
vida.
5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo
para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los
días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión,
la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la
libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la
emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la
esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza
tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses,
pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y
cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia
social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia
generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras
emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos
pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la
explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la
pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se
puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el
espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a
la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la
delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes
de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de
este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder
con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el
beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso
en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29
septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las
manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen
esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la
religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de
la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin
«peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la
bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia
la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las
comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del
amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás
Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición
en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento
delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la
predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y
mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en
quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son
nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene
como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen
ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del
encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos,
independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir
con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto
de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por
desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don
original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a
la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de
noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar
diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda
concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos
en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más
autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el
domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su
significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz,
pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de
Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace
evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario
viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el
momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la
enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb13,2),
sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos
ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y disposición a
dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo
importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia del
Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán
a cabo durante esta Jornada será siempre laoración. No
hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los
pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades
básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración
manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la
existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús
que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que
recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre
nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es
«nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En
esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de
egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que
tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas
consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del
voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de
los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución
concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se
convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo
que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos
permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un
problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del
Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
FRANCISCO
No hay comentarios:
Publicar un comentario