Texto del Evangelio (Mc 12,38-44): En aquel tiempo, dijo Jesús a las
gentes en su predicación: «Guardaos de los escribas, que gustan pasear con
amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las
sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de
las viudas so capa de largas oraciones. Esos tendrán una sentencia más
rigurosa».
Jesús
se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el
arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y
echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus
discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que
todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les
sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto poseía,
todo lo que tenía para vivir».
Comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España).
«Llegó
también una viuda pobre y echó dos moneditas»
Hoy,
como en tiempo de Jesús, los devotos —y todavía más los “profesionales” de la
religión— podemos sufrir la tentación de una especie de hipocresía espiritual,
manifestada en actitudes vanidosas, justificadas por el hecho de sentirnos
mejores que el resto: por alguna cosa somos los creyentes, practicantes... ¡los
puros! Por lo menos, en el fuero interno de nuestra conciencia, a veces quizá
nos sentimos así; sin llegar, sin embargo, a “hacer ver que rezamos” y, menos
aún a “devorar los bienes de nadie”.
En
contraste evidente con los maestros de la ley, el Evangelio nos presenta el
gesto sencillo, insignificante, de una mujer viuda que suscitó la admiración de
Jesús: «Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas» (Mc 12,42). El
valor del donativo era casi nulo, pero la decisión de aquella mujer era admirable,
heroica: dio todo lo que tenía para vivir.
En
este gesto, Dios y los demás pasaban delante de ella y de sus propias
necesidades. Ella permanecía totalmente en las manos de la Providencia. No le
quedaba ninguna otra cosa a la que agarrarse porque, voluntariamente, lo había
puesto todo al servicio de Dios y de la atención de los pobres. Jesús —que lo
vio— valoró el olvido de sí misma, y el deseo de glorificar a Dios y de
socorrer a los pobres, como el donativo más importante de todos los que se
habían hecho —quizá ostentosamente— en el mismo lugar.
Todo
lo cual indica que la opción fundamental y salvífica tiene lugar en el núcleo
de la propia conciencia, cuando decidimos abrirnos a Dios y vivir a disposición
del prójimo; el valor de la elección no viene dado por la cualidad o cantidad
de la obra hecha, sino por la pureza de la intención y la generosidad del amor.
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