Lectura del santo evangelio según san Mateo 11, 2-11
En aquel tiempo,
Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos
a preguntarle:
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
Jesús les respondió:
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los ciegos ven, y los cojos andan;
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen;
los muertos resucitan
y los pobres son evangelizados.
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
Jesús les respondió:
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los ciegos ven, y los cojos andan;
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen;
los muertos resucitan
y los pobres son evangelizados.
¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta?
Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito:
“Yo envío mi mensajero delante de ti,
el cual preparará tu camino ante ti”.
En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».
Pautas para la homilía
Hemos
dicho, en la monición de entrada, que este domingo es una especie de puente
entre la primera y la segunda parte del adviento, un puente que nos permite
unir la venida del Señor en la humildad de nuestra carne con su venida, al
final de los tiempos, en gloria y majestad. Y el puente que une estas dos
venidas es otra venida, la del Señor que viene a nuestro encuentro en cada
persona y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor
demos testimonio de la llegada de su reino (como dice el prefacio tercero del
adviento).
El
misterio de la Encarnación no es algo que afecta solamente a Jesús de Nazaret.
Pues como bien dice el Magisterio reciente (Vaticano II, Juan Pablo II),
inspirándose en la teología patrística, con su encarnación el hijo de Dios se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Por tanto, en cada vida humana, vida
de hija e hijo de Dios, se prolonga este misterio de unión de lo divino con lo
humano. En cada vida humana se hace presente el misterio de Cristo: “a mi me lo
hicisteis”, dice el Señor de la gloria cuando aclara a los que cuidaron del
pobre y desvalido que él mismo estaba allí presente. Por eso no dice: “yo
estaba contento porque cumplíais mi voluntad”, sino: “a mi me lo hicisteis”. A
mí, o sea, yo estaba allí, presente en el necesitado. Del mismo modo que la
humanidad de Jesús es el sacramento de Dios, su presencia entre nosotros, el
desvalido o el enfermo es el sacramento de Cristo, su presencia entre nosotros.
Las
lecturas de hoy (Isaías, salmo responsorial y Evangelio) van en esta línea: los
signos de la presencia de Cristo y de su Reino se encuentran allí donde los ciegos
ven, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios, el huérfano y la viuda son
acogidos. O sea, allí donde se beneficia al ser humano, allí donde se cuida del
hermano, allí donde el mal retrocede. Estos signos que Jesús hacía, estamos
llamados a hacerlos ahora los cristianos, para ser así presencia de Cristo para
el otro. Si el cristiano ve en el prójimo necesitado a Cristo que allí está
mendigando su amor, el necesitado debe ver en el cristiano solidario y fraterno
la presencia de Cristo que se acerca a él, dando amor.
La
segunda lectura es una exhortación a la paciencia. ¿A quién le pide paciencia
el autor de esta carta? A los injustamente tratados. Esta paciencia no pretende
justificar ninguna injusticia, tampoco es una llamada a la resignación. Lo que
busca es sostener a los atribulados en sus luchas y combates contra la
injusticia. La venida gloriosa del Señor dejará muy claro que el mal no tiene
ningún futuro. Esta esperanza sostiene la paciencia de los buenos y les impulsa
a trabajar por el bien con todas sus fuerzas. En este sentido esta lectura nos
invita a adelantar el Reino de Dios en todo lo que hacemos.
Así
es como podemos vivir el adviento con esperanza y alegría cristiana, así es
como podemos esperar la segunda venida de Cristo sin temor, así es como podemos
celebrar gozosamente el misterio que en Navidad se nos recuerda. Adviento no es
un tiempo para llenar la casa con compras superfluas, tampoco es un tiempo para
ambicionar el dinero de una lotería que no nos tocará, sino que es tiempo para descubrir
al Señor que se nos hace presente en cada hombre y en cada acontecimiento, tal
como dice el prefacio de nuestra eucaristía (suponiendo que el celebrante
considere oportuno proclamar el tercer prefacio de adviento).
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