La señal del cristiano
SEPTIEMBRE 13, 2019 09:00ISABEL ORELLANA VILCHESTESTIMONIOS DE LA
FE
«La señal del cristiano, único camino para conquistar la unión con la
Santísima Trinidad, condición puesta por Cristo para seguirle. Motivo de gozo y
esperanza, signo de nuestra salvación»
Los cristianos sabemos que la señal que nos identifica es la Santa Cruz.
Lo aprendimos en el catecismo y el Evangelio nos enseña que cualquiera que se
disponga a seguir a Cristo tiene en ella su única brújula, la que va a guiarle
por el camino que lleva a la unión con la Santísima Trinidad. Es la condición
puesta por Él: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese
a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). San
Juan de la Cruz lo recordaba con estas palabras: «Quien busca la gloria
de Cristo y no busca la cruz de Cristo, no busca a Cristo». La cruz exige
renunciar por amor a Él y al prójimo a lo que más cuesta. Quien no la acepta no
sabe amar. Requiere coherencia, disponibilidad, valentía, etc. Dios rechaza la
tibieza. Cuando la cruz se acepta con alegría resulta liviana; fortalece y
dispone para superar las dificultades que se presentan.
No hay integrante de la vida santa que no haya contemplado este «árbol
de la vida»; todos se han abrazado a él. El beato Charles de Foucauld
advertía: «Sin cruz, no hay unión a Jesús crucificado, ni a Jesús
Salvador. Abracemos su cruz, y si queremos trabajar por la salvación de las
almas con Jesús, que nuestra vida sea una vida crucificada». No hay otra
vía para alcanzar la santidad, como también reconocía santa Maravillas de
Jesús: «El camino de la propia santificación es el santo misterio de la
cruz». La cruz confiere sentido al sufrimiento humano, ilumina y consuela
en las fatigas del camino, inunda de esperanza el corazón, suaviza las
circunstancias más adversas, lima toda aspereza. «Poned los ojos en el
Crucificado y se os hará todo poco…», manifestaba santa Teresa de Jesús.
El «árbol de la cruz» es el símbolo de la Salvación. Contiene todos los
matices semánticos que se atribuyen a la expresión exaltar. Se reconocen en el
santo madero los excelsos méritos que Cristo le otorgó con su propia vida, ya
que en él estuvo «colgado» salvando al mundo libremente, mostrando su
insondable amor. Se deja correr el caudal de pasión que inspira cuando se
contempla, induciéndonos a ir a él y adorarlo. La cruz es signo de unidad, de
paz y de reconciliación, es el distintivo de los «ciudadanos del cielo» (Flp 3,
20), llave que nos abre sus puertas. «O morir o padecer; no os pido
otra cosa para mí. En la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es camino
para el cielo», expresaba Teresa de Jesús. Solo es «necedad», como decía
san Pablo, para los que se pierden; para el resto, es «fuerza de Dios»: «Pues
la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los
que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios […]. Así, mientras los
judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas
para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de
los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (I
Corintios 1, 18ss).
Esta festividad rememora el acontecimiento que se produjo el 14 de
septiembre del año 320, cuando la emperatriz de Constantinopla, santa Elena,
madre de Constantino el Grande, encontró el madero (Vera Cruz) en el que murió
el Redentor. Hechos extraordinarios marcaron este momento: la resurrección de
una persona y la aparición de la cruz en el cielo. Para albergar esta excelsa
reliquia –signo de la victoria de Cristo, manifestación del perdón
y de la misericordia de Dios, esperanza para los creyentes, centro de nuestra
fe–, santa Elena y Constantino hicieron construir la basílica del Santo
Sepulcro. Unos siglos más tarde, en el 614, el rey de Persia, Cosroes II,
conquistó Jerusalén y tomó como trofeo la Vera Cruz, el venerado emblema cristiano
que se custodiaba en el templo. Mofándose de los cristianos, lo utilizó como
escabel de sus pies. Pero catorce años más tarde el emperador Heraclio, una vez
que derrotó a los persas, pudo devolver el santo madero a Constantinopla.
Después, fue trasladado a Jerusalén el 14 de septiembre del año 628.
Al parecer, cuando Heraclio se propuso introducir la cruz solemnemente
no pudo cargarla sobre sus hombros; se quedó paralizado. El patriarca Zacarías,
que formaba parte de la comitiva caminando a su lado, señaló que el esplendor
de la procesión nada tenía que ver con la faz de Cristo humilde y doliente en
su camino hacia el Calvario. El emperador se desprendió de sus ricas vestiduras
y de la corona que ceñía su cabeza, y cubierto con una humilde túnica pudo
transportar la cruz caminando descalzo por las calles de Jerusalén para
depositarla en el lugar de donde había sido arrebatada siglos atrás. Desde
entonces se celebra litúrgicamente esta festividad de la Exaltación de la Santa
Cruz. Con objeto de evitar otro expolio, fue dividida en cuatro fragmentos. Uno
de ellos quedó custodiado en Jerusalén en un cofre de plata; otro se llevó a
Roma, un tercero a Constantinopla y el resto fue convertido en minúsculas
astillas que se repartieron en templos dispersos por el mundo.
Esta fecha litúrgica es crucial para los creyentes. La cruz no es
ninguna tragedia, como no lo es amarla, algo que resultará extraño fuera de la
fe. Es una bendita «locura» que inunda el corazón de gozo. Santa Teresa
Benedicta de la Cruz (Edith Stein) lo advertía: «ayudar a Cristo a
llevar la cruz proporciona una alegría fuerte y pura». No la rehuyamos.
Cristo nos ayuda a portarla con su gracia; sigue compartiéndola con nosotros.
Que un día no nos tenga que decir lo que en celeste coloquio le confió al Padre
Pío: «Casi todos vienen a Mí para que les alivie la cruz; son muy pocos
los que se me acercan para que les enseñe a llevarla».
SEPTIEMBRE 13, 2019 09:00TESTIMONIOS DE LA
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