Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 20-26
-«Dichosos los
pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que
ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que
ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros,
cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro
nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de
gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían
vuestros padres con los profetas.
¡Ay de vosotros,
los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que
ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todo el
mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los
falsos profetas.»
Reflexión del Evangelio de hoy
Ya que habéis resucitado con Cristo…
La
lectura que hoy escuchamos comienza con una afirmación rotunda de Pablo. Algo
extremadamente importante, fundamental para nuestra vida. Y que él da por
hecho, de tal modo que tenemos la impresión de que no necesita explicar nada.
De ahí pasa directamente a “sacar las consecuencias” que esa realidad tiene
para nuestra vida.
Y
me pregunto sobre nuestra conciencia de “haber resucitado”, de estar viviendo
“ya” una vida nueva a la que nos ha dado acceso Cristo Jesús.
Y
me temo que, globalmente, no se nos nota mucho que somos resucitados. Es, tal
vez, más frecuente entre nosotros la pregunta inquietante sobre la
resurrección. En muchas ocasiones, cuando en los grupos cristianos abordamos el
tema, nuestra manera de expresarnos pone de manifiesto que, en todo caso, eso
de la resurrección es algo para después de la muerte…
Quizá
nos ocurre que sobrepasa de tal manera lo imaginable que no nos atrevemos a
“dejarnos invadir” por el torrente de la vida plena del resucitado. Es como si
fuera demasiado bueno, y por supuesto inalcanzable, para nosotros.
Sin
embargo, la “traducción” que Pablo nos ofrece de lo que significa aspirar a los
bienes de arriba y dar muerte a lo terreno nos muestra cosas muy interesantes.
Lo “terreno” no es nuestra condición de criaturas, ni nada de lo bueno que se
hace presente en nuestras vidas. Leemos con atención la lista de las cosas que
se nos invita a abandonar y seguro que hay acuerdo en que ninguna de ellas
constituye un “bien terreno”. Más bien son presencia del mal y del sufrimiento
para los otros y para nosotros mismos.
¿Cómo
liberarnos de todo ello? No hay recetas. Pablo nos dice que nos revistamos del
hombre nuevo. Que sepamos aventurarnos en esa “dimensión” en la que ya no hay
distinción entre los seres humanos (sí diferencias) porque es Cristo quien está
en todos. Y aceptarlo supone elegir para nuestra vida el camino del amor, como
Él nos mostró. Amar más y mejor como síntesis de todo aquello a lo que podemos
aspirar y camino de plenitud.
Dichosos los pobres… ¡ay de vosotros, los ricos!
La
versión de las bienaventuranzas de Lucas nos ayuda a caer en la cuenta de la
“inversión de valores” que Jesús introduce en nuestra vida: felices los pobres,
desgraciados los ricos…
Nunca
lo hubiéramos dicho. Por supuesto no es eso lo que opina nuestro mundo. Pero es
que, quizá tampoco nosotros estamos demasiado convencidos de que las cosas sean
como Jesús las propone.
Es
muy difícil aceptar la relación que él establece, que “rompe” directamente
nuestros circuitos de conexión. Lo que Jesús no dice es que los pobres sean
felices precisamente por serlo. No está predicando las bondades de la pobreza,
del hambre, del llanto, de la falta de amor… pero sí está afirmando que Dios
opta por aquellos que viven estas situaciones.
De
hecho el texto nos explica las razones por las que a unos se les puede llamar
felices, mientras se considera desgraciados a los otros. Y no son felices
porque son pobres, sino porque van a recibir el Reino. Y no son desgraciados
por ser ricos, sino porque ya están saciados (no necesitan nada más).
Desde
nuestra experiencia humana podemos atisbar que las carencias y las dificultades
se pueden convertir en posibilidad de apertura y de acogida. Quien no tiene
“nada” puede estar dispuesto a acoger, a recibir el don de Dios, en sus
múltiples formas. Incluso puede desearlo profundamente. Es algo así como si se
afinara la capacidad de percibir lo que realmente es esencial para nosotros.
Para quien supone que lo tiene todo, esta apertura y este deseo resultan más
difíciles porque ya “no le queda sitio”, no nota el vacío…
Quizá
una mirada atenta a nuestro interior nos puede ayudar a descubrir cómo andamos
de deseo de Dios, de Reino, de ser saciados..., y -según lo que encontremos- a
movilizarnos lo que sea necesario para formar parte del grupo de los
“dichosos”.
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