Vision Of St. Anthony Of
Padua
Fue un excelso predicador
JUNIO 12, 2018 19:05ISABEL ORELLANA VILCHESTESTIMONIOS DE LA
FE
«Arca del Testamento. Doctor de la Iglesia, un gran taumaturgo que ya en
vida realizó numerosos milagros. Luchó contra las herejías, estuvo al lado de
Francisco de Asís. Fue un excelso predicador. Continúa despertando gran
devoción»
Es uno de los santos más estimados y desde el siglo XIII constante
objeto de estudio. Nació en Lisboa, Portugal, a finales del siglo XII, quizá en
torno a 1191. Sus padres eran mercaderes y tenían una buena posición. Es
posible que Martim de Bulhôes, su progenitor, estuviese al servicio del rey. Él
y su esposa, Teresa Taveira, dieron al pequeño Fernando, que fue el nombre de
pila del santo, una educación acorde con su clase social. En la pubertad
atravesó un periodo de dudas y crisis en el que no faltaron las tentaciones
propias de la edad y contra las que entabló una lucha sin cuartel. De una de
esas íntimas batallas queda constancia en la catedral de Lisboa ya que,
perturbado por una de ellas, mientras ascendía al coro, trazó en la pared la
señal de la cruz dejando perenne huella en la piedra que cedió bajo la presión
de sus dedos.
Desdeñando las vanidades y placeres del mundo, ingresó con los canónigos
regulares de Lisboa. Pero la oración y el recogimiento eran frecuentemente
alterados por las inoportunas visitas de familiares y amigos que rompían la paz
del cenobio. Buscando sosiego, en 1212 se trasladó al monasterio de Santa Cruz
en Coimbra. Su memoria prodigiosa y la intensidad de su dedicación pronto
hicieron de él un gran conocedor de las Sagradas Escrituras. En 1220 se sintió
llamado al martirio conmovido por las reliquias de cinco franciscanos que trajo
de Marruecos el rey de Portugal. Eso determinó su ingreso con los frailes
menores de San Antonio de Olivares, con intención de partir a
tierras moriscas, como hizo junto a otro hermano a finales de ese año.
Hallándose en el norte de África una hidropesía truncó repentinamente sus
sueños y determinó regresar a Lisboa. Entonces se desencadenó una violenta
tempestad y el barco encalló cerca de la siciliana Mesina.
Repuesto de la enfermedad, en la primavera de 1221 participó en el
capítulo «de las esteras». Allí conoció a san Francisco y adoptó plenamente la
sencillez y pobreza evangélicas. Creció en este espíritu junto a fray Graciano,
y en el estío de ese año le acompañó a Monte Paolo. Su predicación en Forli fue
todo un descubrimiento. Sus magníficas dotes oratorias, alimentadas con la
oración y penitencia, calaron en las gentes y no pasaron desapercibidas en su
entorno. De hecho, fray Graciano le encomendó esta misión. Era un consumado
maestro y predicador; exponía el evangelio con agudeza e ingenio. Además,
poseía una envidiable cultura científica, teológica y filosófica.
En 1223, cuando Francisco disolvió la casa abierta en esta ciudad,
temiendo que los frailes pudieran centrarse en el estudio en detrimento de la
vida de piedad, determinó que Antonio fuese maestro de teología, y le indicó
que impartiese esta disciplina en Bolonia. Desde 1224 evangelizó distintas
regiones de Francia y del norte de Italia, combatiendo sectas y herejías de
albigenses y cátaros, como hizo en Rímini.Predicó en Padua, Verona, Roma, etc.
Multitudes se convertían arrebatadas por su fervor y ardor apostólico; eran
incontables los que se abrazaban al carisma franciscano. Versado en la teología
de Dionisio Areopagita, enseñó esta materia en varias ciudades galas. Toulose y
Montpellier constataron su celo, ciencia y virtud. En ésta ciudad un novicio le
robó el Salterio. Se cuenta que el diablo al pasar el río le amenazó
diciéndole: «Vuélvete a tu Orden y devuelve al siervo de Dios, fray
Antonio, el Salterio; si no, te arrojaré al río, donde te ahogarás con tu
pecado». El novicio, arrepentido, lo devolvió y confesó su culpa.
En 1227 Antonio asistió al capítulo general de Asís. Lo designaron
ministro provincial en la Emilia-Romaña y gozó de completa libertad para la
predicación a la que se dedicó junto a la enseñanza y a la confesión. En 1228 Gregorio
IX, que le oyó predicar en San Juan de Letrán, le encomendó la redacción de
los Sermones Dominicales et festivi. Este pontífice lo
denominó «arca del Testamento». En 1230 participó en el capítulo general de
Roma, y el papa contó con su acertado juicio para abordar la interpretación de
la regla franciscana. Ese año escribió en Padua los Sermones de las
solemnidades que habían sido objeto de su predicación.
Desde niño fue singularmente devoto de María. El don de milagros que
había formado parte de su infancia le acompañó siempre. Un día era un afligido
penitente incapaz de confesar sus culpas que llevaba escritas y que iban
desapareciendo del papel mientras el santo las leía. Otro dejaba atónitos a
todos, en particular a la madre cuyo hijo había caído en el interior de una
caldera de agua hirviendo mientras le escuchaba con fervor, y le veían salir de
ella sin haber sufrido mal alguno. O eran testigos de los bancos de peces
multicolores que asomaban su cabeza en la orilla del mar, y de las inmensas bandadas
de aves arremolinadas en torno a él, unos y otras con el objeto de oírle,
ejemplo para los incrédulos que daban la espalda a la palabra divina. Quienes
le seguían observaban asombrados su dominio de los elementos atmosféricos, la
restitución de un pie amputado, la resurrección de un difunto, etc. En suma, un
rosario interminable de portentosos prodigios inmortalizados por la
iconografía. Fue agraciado también con los dones de éxtasis, visiones,
bilocación, profecía…
El 13 de junio de 1231 en Camposampiero al ver llegada su hora pidió que
lo llevaran a La Cella, un barrio de Padua, donde los frailes tenían un
convento y atendían a las Damas Pobres. Y allí murió ese día con fama de
santidad. Los frutos espirituales de la fecunda e infatigable labor de este
santo taumaturgo prosiguieron después de su tránsito. Gregorio IX lo canonizó
el 30 de mayo de 1232, prácticamente un año después de su muerte. Pío XII lo
proclamó doctor de la Iglesia el 16 de enero de 1946, confiriéndole el título
de «Doctor Evangélico». Tuvo en cuenta su capacidad para infundir en los fieles
la convicción de que la respuesta a todas las necesidades y dificultades se
halla en el evangelio.
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