Texto del Evangelio (Jn 12,24-26): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus
discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su
vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida
eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también
mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del
Vallès, Barcelona, España).
«Si
alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor»
Hoy,
la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san
Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los
cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de
sufrimientos y de grandes sacrificios» (San Juan Pablo II).
La
ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el
ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno
adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias
debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy
inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se
descalificaría a sí mismo inmediatamente.
Pero
la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad
estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no
pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le
parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador
ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por
«caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para
nosotros (cf. Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas
movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se puede pactar y
justificar.
Los
mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay
exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De
hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores
de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el
gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador» (San Juan Pablo II).
En
el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el diácono «san Lorenzo amó a
Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su
vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de
san Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de
que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas
interpretaciones de su camino.
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