Texto del Evangelio (Mt 11,25-27): En aquel tiempo, Jesús dijo: «Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas
a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal
ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce
bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di
Fiesole, Florencia, Italia).
«Has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños»
Hoy,
el Evangelio nos ofrece la oportunidad de penetrar, por así decir, en la
estructura de la misma divina sabiduría. ¿A quien entre nosotros no le apetece
conocer desvelados los misterios de esta vida? Pero hay enigmas que ni el mejor
equipo de investigadores del mundo nunca llegará siquiera a detectar. Sin
embargo, hay Uno ante el cual «nada hay oculto (...); nada ha sucedido en
secreto» (Mc 4,22). Éste es el que se da a sí mismo el nombre de “Hijo del hombre”,
pues afirma de sí mismo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11,27).
Su naturaleza humana —por medio de la unión hipostática— ha sido asumida por la
Persona del Verbo de Dios: es, en una palabra, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, delante la cual no hay tinieblas y por la cual la noche es
más luminosa que el pleno día.
Un
proverbio árabe reza así: «Si en una noche negra una hormiga negra sube por una
negra pared, Dios la está viendo». Para Dios no hay secretos ni misterios. Hay
misterios para nosotros, pero no para Dios, ante el cual el pasado, el presente
y el futuro están abiertos y escudriñados hasta la última coma.
Dice,
complacido, hoy el Señor: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has
revelado a pequeños» (Mt 11,25). Sí, porque nadie puede pretender conocer esos
o parecidos secretos escondidos ni sacándolos de la obscuridad con el estudio
más intenso, ni como debido por parte de la sabiduría. De los secretos profundos
de la vida sabrá siempre más la ancianita sin experiencia escolar que el
pretencioso científico que ha gastado años en prestigiosas universidades. Hay
ciencia que se gana con fe, simplicidad y pobreza interiores. Ha dicho muy bien
Clemente Alejandrino: «La noche es propicia para los misterios; es entonces
cuando el alma —atenta y humilde— se vuelve hacia sí misma reflexionando sobre
su condición; es entonces cuando encuentra a Dios».
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