Día litúrgico: Domingo XVII (A)
del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 13,44-52): En aquel tiempo, dijo Jesús a la
gente: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo
que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da,
va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.
»También
es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas
finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene
y la compra.
»También
es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces
de todas clases; y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan, y
recogen en cestos los buenos y tiran los malos. Así sucederá al fin del mundo:
saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos y los echarán en
el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes.
»¿Habéis
entendido todo esto?». Dícenle: «Sí». Y Él les dijo: «Así, todo escriba que se
ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa
que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo».
Comentario: Rev. D. Enric PRAT i Jordana (Sort, Lleida, España).
«Un
tesoro escondido en un campo (...); un mercader que anda buscando perlas finas»
Hoy,
el Evangelio nos quiere ayudar a mirar hacia dentro, a encontrar algo
escondido: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un
campo» (Mt 13,44). Cuando hablamos de tesoro nos referimos a algo de valor
excepcional, de la máxima apreciación, no a cosas o situaciones que, aunque
amadas, no dejan de ser fugaces y chatarra barata, como son las satisfacciones
y placeres temporales: aquello con lo que tanta gente se extenúa buscando en el
exterior, y con lo que se desencanta una vez encontrado y experimentado.
El
tesoro que propone Jesús está enterrado en lo más profundo de nuestra alma, en
el núcleo mismo de nuestro ser. Es el Reino de Dios. Consiste en encontrarnos
amorosamente, de manera misteriosa, con la Fuente de la vida, de la belleza, de
la verdad y del bien, y en permanecer unidos a la misma Fuente hasta que,
cumplido el tiempo de nuestra peregrinación, y libres de toda bisutería inútil,
el Reino del cielo que hemos buscado en nuestro corazón y que hemos cultivado
en la fe y en el amor, se abra como una flor y aparezca el brillo del tesoro
escondido.
Algunos,
como san Pablo o el mismo buen ladrón, se han topado súbitamente con el Reino
de Dios o de manera impensada, porque los caminos del Señor son infinitos, pero
normalmente, para llegar a descubrir el tesoro, hay que buscarlo
intencionadamente: «También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader
que anda buscando perlas finas» (Mt 13,45). Quizá este tesoro sólo es
encontrado por aquellos que no se dan por satisfechos fácilmente, por los que
no se contentan con poca cosa, por los idealistas, por los aventureros.
En
el orden temporal, de los inquietos e inconformistas decimos que son personas
ambiciosas, y en el mundo del espíritu, son los santos. Ellos están dispuestos
a venderlo todo con tal de comprar el campo, como lo dice san Juan de la Cruz:
«Para llegar a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada».
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