24.11.2012 (RV).- La Iglesia cuenta desde este 24 de
noviembre con 6 nuevos miembros del Colegio cardenalicio, todos ellos
electores, y signo de la Universalidad de la Iglesia, una santa, católica y
Apostólica. Los nuevos Cardenales son: James Michael Harvey, hasta ahora Prefecto
de la Casa Pontificia, nombrado –ayer- Arcipreste de la Basílica Papal de San
Paolo extramuros; Su Beatitud Béchara Boutros Raï, Patriarca di Antioquia de
los Maronitas de El Líbano; Su Beatitud Baselios Cleemis Thottunkal, Arzobispo
Mayor de Trivandrum de los Siro-Malankares, India; John Olorunfemi Onaiyekan,
Arzobispo de Abuja, Nigeria; Rubén Salazar Gómez, Arzobispo de Bogotá,
Colombia; y el Arzobispo de Manila, Filipinas, Luis Antonio Tagle.
En su alocución el Papa recordó que “el Colegio Cardenalicio
se sitúa en el surco y en la perspectiva de la unidad y la universalidad de la
Iglesia: muestra una variedad de rostros, en cuanto expresa el rostro de la
Iglesia universal. A través de este Consistorio, deseo destacar de manera
particular que la Iglesia es la Iglesia de todos los pueblos, y se expresa por
tanto en las diversas culturas de los distintos continentes. Es la Iglesia de
Pentecostés, que en la polifonía de las voces eleva un canto único y armonioso
al Dios vivo”.
Las delegaciones oficiales presentes esta mañana en el
consistorio han sido las siguientes: de El Líbano, el General Michel Sleiman,
Presidente de la República, con la Consorte y Séquito, de Filipinas, el Sr.
Jejomar C. Binay, Vicepresidente de la República y séquito, de la India, el
Prof. P.J. Kurien, Presidente del Parlamento, y Séquito, y de Nigeria el
Senador David Mark, y Séquito.
Patricia L. Jáuregui Romero –
Radio Vaticano
Texto alocución de Benedicto XVI en el Consistorio para la
creación de 6 nuevos Cardenales 24.11.12
«Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».
Queridos hermanos y hermanas
Estas palabras, que dentro de poco pronunciarán
solemnemente los nuevos cardenales al hacer la profesión de fe, son parte del
símbolo niceno-constantinopolitano, la síntesis de la fe de la Iglesia que cada
uno recibe en el momento del Bautismo. Sólo profesando y preservando intacta
esta regla de la verdad somos verdaderos discípulos del Señor. En este
Consistorio, quisiera centrarme particularmente en el significado del término
«católica», que indica un rasgo esencial de la Iglesia y su misión. El
argumento sería amplio y se podría enfocar desde diversas perspectivas. Hoy me
limitaré sólo a alguna consideración.
Las notas características de la Iglesia responden al
designio divino, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es
Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa,
católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de
estas cualidades» (n. 811). Más específicamente, la Iglesia es católica porque
Cristo abraza en su misión de salvación a toda la humanidad. Aunque la misión
de Jesús en su vida terrena se limitaba al pueblo judío, «a las ovejas
descarriadas de Israel» (Mt 15,24), sin embargo desde el inicio estaba
orientada a llevar a todos los pueblos la luz del Evangelio y a hacer entrar a
todas las naciones en el Reino de Dios. En Cafarnaún, Jesús exclama ante la fe
del centurión: «Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán
con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta
perspectiva universalista se desprende, por ejemplo, de la presentación que
Jesús hace de sí mismo, no sólo como «Hijo de David», sino también como «Hijo
del hombre» (Mc 10,33), como hemos oído en el pasaje evangélico proclamado hace
poco. En el lenguaje de la literatura judía apocalíptica inspirada en la visión
de la historia en el Libro del profeta Daniel (cf. 7,13-14), el título «Hijo
del hombre» se refiere al personaje que viene «en las nubes del cielo» (v. 13),
y es una imagen que anuncia con antelación un reino totalmente nuevo, un reino
que no se apoya en los poderes humanos, sino en el verdadero poder que proviene
de Dios. Jesús usa esta expresión rica y compleja, y la refiere a sí mismo para
manifestar el verdadero carácter de su mesianismo, como misión hacia todo el
hombre y todos los hombres, superando todo particularismo étnico, nacional y
religioso. En efecto, en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia y anticipa, y
que vence la fragmentación y la dispersión, se entra precisamente siguiendo a
Jesús, dejándose atraer dentro de su humanidad, y por tanto en la comunión con
Dios.
Además, Jesús no envía su Iglesia a un grupo, sino a la
totalidad del género humano para reunirlo, en la fe, en un único pueblo con el
fin de salvarlo, como lo expresa bien el Concilio Vaticano II en la
Constitución dogmática Lumen gentium: «Todos los hombres están invitados al
Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el
mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios»
(n. 13). Así, pues, la universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad
del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece
claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo inunda de su
presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a
todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios.
Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon, abraza todo
el universo. Los Apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres
de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna
(cf. Hch 2,7-8). A partir de aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu
Santo», según la promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8).
Por tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde abajo, sino que
desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está orientada desde el primer
instante a expresarse en toda cultura para formar así el único Pueblo de Dios.
No es tanto una comunidad local que crece y se expande lentamente, sino que es
como levadura destinada a lo universal, a la totalidad, y que lleva en sí misma
la universalidad.
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la
creación» (Mc 16,15); «haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Con
estas palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las criaturas, para que
llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero si nos fijamos en el
momento de la ascensión de Jesús al cielo, según se relata en los Hechos de los
Apóstoles, observamos que los discípulos siguen encerrados en su visión,
piensan en la restauración de un nuevo reino davídico, y preguntan al Señor:
«¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo
responde Jesús? Responde abriendo sus horizontes y dejándoles una promesa y un
cometido: promete que serán colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les
confiere el encargo de dar testimonio de él en el mundo, superando los confines
culturales y religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir, para
abrirse al reino universal de Dios. Y en los comienzos del camino de la Iglesia,
los Apóstoles y los discípulos se ponen en marcha sin ninguna seguridad humana,
sino con la sola fuerza del Espíritu Santo, del Evangelio y de la fe. Es el
fermento que se esparce por mundo, entra en las diversas coyunturas y en los
múltiples contextos culturales y sociales, pero que sigue siendo una única
Iglesia. En torno a los Apóstoles florecen las comunidades cristianas, pero
éstas son «la» Iglesia, que tanto en Jerusalén como en Antioquía o Roma, es
siempre la misma, una y universal. Y cuando los Apóstoles hablan de la Iglesia,
no se refieren a su propia comunidad: hablan de la Iglesia de Cristo, e
insisten en esta identidad única, universal y total de la Catholica, que se
realiza en cada Iglesia local. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica;
refleja en sí misma la fuente de su vida y de su camino: la unidad y la
comunión de la Trinidad.
También el Colegio Cardenalicio se sitúa en el surco y en
la perspectiva de la unidad y la universalidad de la Iglesia: muestra una
variedad de rostros, en cuanto expresa el rostro de la Iglesia universal. A
través de este Consistorio, deseo destacar de manera particular que la Iglesia
es la Iglesia de todos los pueblos, y se expresa por tanto en las diversas
culturas de los distintos continentes. Es la Iglesia de Pentecostés, que en la
polifonía de las voces eleva un canto único y armonioso al Dios vivo.
Saludo cordialmente a las delegaciones oficiales de los
diferentes países, a los obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles
laicos de las distintas comunidades diocesanas, así como a todos los que
participan en la alegría de los nuevos miembros del Colegio Cardenalicio, a los
cuales les unen lazos de parentesco, amistad o cooperación. Los nuevos
cardenales, que representan a varias diócesis del mundo, son ahora agregados a
título especial a la Iglesia de Roma, y refuerzan así los vínculos espirituales
que unen a toda la Iglesia, vivificada por Cristo, estrechamente reunida en
torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, el rito de hoy expresa el valor
supremo de la fidelidad. En efecto, en el juramento que haréis dentro de poco,
venerados hermanos, están escritas palabras cargadas de un profundo significado
espiritual y eclesial: «Prometo y juro permanecer, ahora y por siempre hasta el
final de mi vida, fiel a Cristo y a su Evangelio, constantemente obediente a la
Santa Iglesia Apostólica Romana». Y, al recibir la birreta roja, oiréis cómo se
os recuerda que ésta indica «que debéis estar preparados para comportaros con
fortaleza, hasta el derramamiento de la sangre, por el incremento de la fe
cristiana, por la paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios». A su vez, la
entrega del anillo está acompañada de una advertencia: «Has de saber que, con
el amor al Príncipe de los Apóstoles, se refuerza tu amor a la Iglesia».
He aquí indicada, en estos gestos y las expresiones que
los acompañan, la fisionomía que hoy asumís en la Iglesia. De ahora en
adelante, estaréis todavía más estrechamente unidos a la Sede de Pedro: los
títulos o las diaconías de las iglesias de la Urbe os recordarán el lazo que os
une, como miembros a título especialísimo, a esta Iglesia de Roma, que preside
la caridad universal. Principalmente por la colaboración con los Dicasterios de
la Curia Romana, seréis mis preciosos colaboradores, ante todo en el ministerio
apostólico para con la catolicidad entera, como Pastor de toda la grey de
Cristo y primer garante de la doctrina, de la disciplina y de la moral.
Queridos amigos, alabemos al Señor, que «no cesa de
enriquecer con generosidad de dones a su Iglesia extendida por el mundo»
(Oración), y da nuevo vigor a la perenne juventud que le ha dado. A él
confiamos el nuevo servicio eclesial de estos estimados y venerados hermanos,
para que den un valiente testimonio de Cristo, en el dinamismo edificante de la
fe y en el signo de un incesante amor oblativo.
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