Al
anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una
casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús,
se puso en medio y les dijo:
«Paz
a vosotros».
Y,
diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron
de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz
a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
De la tristeza a la alegría
Para
los discípulos habían sido tres años intensos de convivencia con Jesús.
Dialogaron con Él, escucharon su predicación, presenciaron sus gestos,
asistieron a sus milagros, compartieron ilusiones y desilusiones, le vieron
orar, y al final, después de haber cenado juntos, se dispersaron. Humanamente
hablando, todo había sido una bella historia de amistad y descubrimientos
mutuos. Ahora todo les hacía pensar que había sido una aventura truncada por la
muerte. De hecho, les costó creer a las mujeres y a los de Emaús, cuando les
dijeron que habían visto resucitado al Señor. Cuando estamos tristes nos cuesta
ver fuera de nosotros mismos. En la memoria dolorida de los discípulos no había
lugar para la esperanza, solo para la tristeza y el miedo. Y cerraron las puertas.
De pronto, la suerte cambia. El Resucitado se hace presente en medio de ellos.
Comprende su turbación. Les desea paz. Les encomienda perdonarse unos a otros
su desaliento y falta de fe. Y ellos se llenan de alegría. Posiblemente
entendieron en ese momento las palabras de Jesús cuando les había anunciado su
muerte de cruz. Y entendieron que en la vida de un seguidor de Jesús debe
primar la alegría, porque Él está con nosotros, siempre y en toda ocasión,
hasta el final de los siglos. No hay lugar para el miedo. Hay que abrir las
puertas porque fuera de nuestra casa hay muchas personas que aún esperan
palabras de vida.
Sopló
sobre ellos y les dio su Espíritu (Jn 20, 22)
Jesús
les había prometido que pasara lo que pasase no les dejaría solos: Él pediría al
Padre que les enviara al Espíritu para que estuviese siempre con ellos. Es el
Espíritu que crea y da vida, el Espíritu de la verdad, el Espíritu que consuela
y que impulsa, el que renueva la faz de la tierra y los corazones de todos los
humanos. Es el Espíritu que nos mueve a reconocer a Jesús como Señor.
Comunica
a cada uno de nosotros el sentido que encierra el misterio de Jesús. Es el
Espíritu que nos transforma interiormente y nos hace dignos y capaces de
continuar su historia en nuestra historia. Son los dones y frutos del Espíritu
que hemos aprendido en la tradición de nuestra Iglesia, las acciones de Dios en
nuestras personas, que somos su templo, para vivir con sabiduría, inteligencia,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de ofenderle. Un conjunto de
actitudes que tienen como trasfondo el amor.
En la
liturgia de hoy, la secuencia canta todas esas acciones de Dios en nuestras
vidas. Nos hará mucho bien como cristianos recordar esa bellísima pieza y
experimentar cada día el amor benévolo y cuidadoso del Dios padre del pobre
(¿quién de nosotros no lo es de algún modo?) que nos otorga perdón, consuelo,
descanso, gozo; y que nos cura de la indiferencia hacia los otros, de la
insensibilidad ante la dolencia y la necesidad ajenas, de tanta puerta cerrada
a lo nuevo y desconocido.
El
Espíritu da en nuestro interior testimonio de nuestra auténtica y radical
condición: somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien le acerca y le une a las
circunstancias concretas de nuestra vida y nuestro mundo. Estamos llamados a
ser perfectos, como lo es el Padre. A ser santos, como Jesús es santo. No
tenemos otro modelo de perfección y santidad que la persona de Jesús: sus
valores, sus apuestas y su entrega sin condiciones. Una vida en la fe y una
responsabilidad en el amor en las que nadie nos sustituye.
En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común (I Cor 12,7)
Sin
embargo, el Espíritu no es derramado en nosotros como un don individual. El
santo cristiano no es un asceta ni un místico solitario. El Espíritu anima a la
comunidad cristiana, a la Iglesia enviada como Jesús al mundo para un servicio
de amor.
El
relato de los Hechos sobre lo que significó este día para los primeros
cristianos es elocuente y está plagado de signos del vigor con el que el
Espíritu se manifestó: el ruido del cielo, el viento recio, las llamaradas de
fuego que se posaban en cada uno de ellos. Son signos de que la presencia
prometida del Espíritu pone en marcha decididamente y con audacia alguno nuevo.
Hay
tres acentos muy propios de este día. Uno primero: que las puertas de la
casa se abrieron para que las maravillas de Dios sean oídas por todos. La
Iglesia nace evangelizando. La evangelización es su denominación de origen. La
Iglesia no se tiene como finalidad a sí misma, sino al mundo, donde se abre
paso el Reino por la presencia activa del Resucitado. La Iglesia no es una
organización sin más, sino el cuerpo de Cristo animado por el Espíritu. Se ha
dicho que: “Sin el Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es
letra muerta; la Iglesia, mera organización más; la misión, simple propaganda;
el culto, una evocación mágica; la moral, una disciplina de esclavos”.
En
segundo lugar, que en esa comunidad nueva, cada uno conserva su personalidad y
sus dones. La riqueza de la Iglesia es la riqueza de sus miembros. No todos
hacemos lo mismo, ni pensamos o sentimos por igual, pero todos servimos a lo
mismo. Pablo nos decía en su carta a los Corintios que: “en cada uno se
manifiesta el Espíritu para el bien común”. Esto exige el respeto de cada uno
al don de los otros, sin recelos, envidias, imposiciones o avasallamientos. La
pluralidad interna de la Iglesia no es una amenaza, sino un obsequio de Dios.
La unidad, tampoco en esto, es uniformidad.
Por
último, la comunidad de Hechos es una comunidad que se hace entender en
diversas lenguas. La lengua expresa un modo de ser. Ninguna de ellas puede
erigirse en vehículo privilegiado y único de evangelización. La Iglesia es una
comunidad enviada a todos los pueblos y a todas las culturas. La evangelización
no es tanto un ejercicio de elocuencia, para convencer de lo nuestro, cuanto de
humildad dialogante, para avanzar con todos. Todo un programa para una Iglesia,
la nuestra, necesitada de un renovado espíritu evangelizador que la saque de sus
pequeñas y altivas seguridades y la resitúe en el mundo al que ha sido enviado
por amor.
Fray Fernando Vela
López
Convento Ntra. Sra. de Atocha (Madrid)
Convento Ntra. Sra. de Atocha (Madrid)
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