Homilía
del Papa Francisco en la Eucaristía (Texto completo)
Misa En La Festividad De La Virgen De
Guadalupe © L´Osservatore Romano
(ZENIT – 12 Dic. 2017).- “La Madre de Dios es figura de la
Iglesia y de ella queremos aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con
rostro indígena, afroamericano, rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle”,
ha dicho el Papa Francisco.
El Santo Padre ha celebrado la Eucaristía en la Basílica Vaticana hoy,
12 de diciembre de 2017, con ocasión de la Fiesta litúrgica de la Beata Virgen
María de Guadalupe.
“La Madre de Dios es figura de la Iglesia (Lumen Gentium, 63) y
de ella queremos aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro
indígena, afroamericano, rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro
pobre, de desempleado, de niño y niña, anciano y joven para que nadie se sienta
estéril ni infecundo, para que nadie se sienta avergonzado o poca cosa”, ha
señalado el Papa.
En la homilía, Francisco hace un paralelismo entre Isabel y el indio
Juan Diego, dos personajes que se sintieron “poca cosa” a los ojos de la
Virgen: “Así podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a
María «yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy
ala, sometido a hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá
donde te dignas enviarme»”.
«¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?», son
las palabras de Isabel, “la mujer marcada por el signo de la esterilidad, la
encontramos cantando bajo el signo de la fecundidad y del asombro”, señala el
Papa Francisco.
El Papa ha subrayado dos aspectos: Isabel, la mujer bajo el signo
de la esterilidad y bajo el signo de la fecundidad.
En medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad, el Santo Padre ha
animado a mirar la riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de
América Latina y el Caribe, “ella es signo de la gran riqueza que somos
invitados no sólo a cultivar sino, especialmente en nuestro tiempo, a defender
valientemente de todo intento homogeneizador que termina imponiendo —bajo
slogans atrayentes— una única manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir,
que termina haciendo inválido o estéril todo lo heredado de nuestros mayores;
que termina haciendo sentir, especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por
pertenecer a tal o cual cultura”.
RD
Publicamos a continuación la homilía que el Papa ha pronunciado en la
Santa Misa:
Homilía del Papa Francisco
El Evangelio que acaba de ser proclamado es el prefacio de dos grandes
cánticos: el cántico de María conocido como el «Magníficat» y el cántico
de Zacarías, el «Benedictus», y me gusta llamarlo «el cántico de Isabel
o de la fecundidad». Miles de cristianos a lo largo y ancho de todo el mundo
comienzan el día cantando: «Bendito sea el Señor» y terminan la jornada
«proclamando su grandeza porque ha mirado con bondad la pequeñez de los suyos».
De esta forma, los creyentes de diversos pueblos, día a día, buscan hacer
memoria; recordar que de generación en generación la misericordia de Dios se
extiende sobre todo el pueblo como lo había prometido a nuestros padres. Y en
este contexto de memoria agradecida brota el canto de Isabel en forma de
pregunta: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?». A
Isabel, la mujer marcada por el signo de la esterilidad, la encontramos
cantando bajo el signo de la fecundidad y del asombro.
Quisiera subrayar estos dos aspectos. Isabel, la mujer bajo el signo de
la esterilidad y bajo el signo de la fecundidad.
1. Isabel la mujer estéril, con todo lo que esto implicaba
para la mentalidad religiosa de su época, que consideraba la esterilidad
como un castigo divino fruto del propio pecado o el del esposo. Un signo de
vergüenza llevado en la propia carne o por considerarse culpable de un pecado
que no cometió o por sentirse poca cosa al no estar a la altura de lo que se
esperaba de ella. Imaginemos, por un instante, las miradas de sus familiares,
de sus vecinos, de sí misma… esterilidad que cala hondo y termina paralizando
toda la vida. Esterilidad que puede tomar muchos nombres y formas cada vez
que una persona siente en su carne la vergüenza al verse estigmatizada o
sentirse poca cosa.
Así podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a
María «yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy
ala, sometido a hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá
donde te dignas enviarme». Así también este sentimiento puede estar —como bien
nos hacían ver los obispos Latinoamericanos— en nuestras
comunidades «indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son
tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; o en muchas mujeres, que son
excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que
reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en
sus estudios ni de entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y
constituir una familia; muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados,
campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal; niños
y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo
sexual».
2. Y junto a Isabel, la mujer estéril, contemplamos a Isabel la
mujer fecunda-asombrada. Es ella la primera en reconocer y bendecir a
María. Es ella la que en la vejez experimentó en su propia vida, en su carne,
el cumplimiento de la promesa hecha por Dios. La que no podía tener hijos llevó
en su seno al precursor de la salvación. En ella, entendemos que el sueño de
Dios no es ni será la esterilidad ni estigmatizar o llenar de vergüenza a sus
hijos, sino hacer brotar en ellos y de ellos un canto de bendición. De igual
manera lo vemos en Juan Diego. Fue precisamente él, y no otro, quien lleva en
su tilma la imagen de la Virgen: la Virgen de piel morena y rostro mestizo,
sostenida por un ángel con alas de quetzal, pelícano y guacamayo; la madre
capaz de tomar los rasgos de sus hijos para hacerlos sentir parte de su
bendición.
Pareciera que una y otra vez Dios se empecina en mostrarnos que la
piedra que desecharon los constructores se vuelve piedra angular (cf. Sal 117,22).
Queridos hermanos, en medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad
miremos la riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de América
Latina y el Caribe, ella es signo de la gran riqueza que somos invitados no
sólo a cultivar sino, especialmente en nuestro tiempo, a defender valientemente
de todo intento homogeneizador que termina imponiendo —bajo slogans atrayentes—
una única manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir, que termina haciendo
inválido o estéril todo lo heredado de nuestros mayores; que termina haciendo
sentir, especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por pertenecer a tal o cual
cultura. En definitiva, nuestra fecundidad nos exige defender a nuestros
pueblos de una colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean
indígenas, afroamericanos, mestizos, campesinos, o suburbanos.
La Madre de Dios es figura de la Iglesia (Lumen Gentium, 63) y de
ella queremos aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro indígena,
afroamericano, rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro pobre, de
desempleado, de niño y niña, anciano y joven para que nadie se sienta estéril
ni infecundo, para que nadie se sienta avergonzado o poca cosa. Sino, al
contrario, para que cada uno al igual que Isabel y Juan Diego pueda sentirse
portador de una promesa, de una esperanza y pueda decir desde sus entrañas:
«¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6) desde el misterio de esa
filiación que, sin cancelar los rasgos de cada uno, nos universaliza
constituyéndonos pueblo. Hermanos, en este clima de memoria agradecida por
nuestro ser latinoamericanos, cantemos en nuestro corazón el cántico de Isabel,
el canto de la fecundidad, y digámoslo junto a nuestros pueblos que no se
cansan de repetirlo: Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto
de tu vientre, Jesús.
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