Carta del Card. Mauro Piacenza,
Penitenciario Mayor (Texto completo)
El Cardenal Mauro Piacenza. Archivo
ZENIT
(ZENIT – 4 Dic. 2017).-En el inicio y el fin del Año Litúrgico, “el
inicio y la consumación de la salvación, se tocan realmente” y, mientras
avanzamos hacia el pesebre de Belén, “preparamos el corazón a la venida del
Dios-Hombre, que continuamente `viene´ en el tiempo de la Iglesia, para
liberarnos con Su misericordia”, anuncia el Cardenal Mauro Piacenza.
Carta del Card. Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, a los
Penitenciarios de las Basílicas Papales de la Urbe y a todos los Confesores con
ocasión del inicio del Adviento 2107 , escrita el I Domingo de Adviento, 3 de
diciembre de 2017.
El Cardenal explica que “En el encuentro sacramental con el penitente,
en virtud de la propia Encarnación, Muerte y Resurrección, Cristo se hace
compañero de cada hombre, se sumerge en las profundidades del pecado y lo
derrota de nuevo con el poder de Su Resurrección”.
“Vuestro ministerio, queridos amigos y confesores, no hace ruido pero sí
milagros, –describe Mons. Piacenza–. Nadie percibe pero Dios ve, y esto es
lo que cuenta. Sobre la base de una fidelidad alegre a la oración personal, a
vuestra ‘conversatio in caelis’, obtendréis siempre las luces y la generosidad
necesarias para expiar por vosotros mismos y por vuestros penitentes; reservad
siempre un papel privilegiado al servicio silencioso, y humanamente no siempre
gratificante, de la Confesión”.
Carta a los Penitenciarios de las Basílicas Papales y a los Confesores
Queridos y venerados hermanos en el Sacerdocio,
Llegando al final de este Año Litúrgico, la sabiduría de la Iglesia, con
la cual Dios, inmutable y eterno, “marca los ritmos del mundo, los días, los
siglos y el tiempo”, nos ha llevado a confesar y a celebrar la Realeza de
Nuestro Señor Jesucristo; una realeza por medio de la cual, Cristo extiende su
dominio salvífico sobre el universo y sobre la historia, está presente en el
mundo por medio de la Iglesia, su Cuerpo y, sentado a la derecha del Padre,
juzgará a cada uno según sus obras.
Con el Primer Domingo de Adviento somos conducidos al Año Nuevo, para
contemplar el acto central y originario – podemos afirmar la esencia – de todo
el cristianismo: la venida de Dios en medio de nosotros. Esta venida entra en
la historia en un punto y en un momento bien precisos y, al mismo tiempo,
abraza todo el camino, prolongándose a través de los siglos el misterio de la
Iglesia, para abrir finalmente toda la creación al día de su Adviento glorioso.
Así el inicio y el fin del Año Litúrgico, el inicio y la consumación de
la salvación, se tocan realmente – casi se fusionan – y, mientras avanzamos
hacia el pesebre de Belén, preparamos el corazón a la venida del Dios-Hombre,
que continuamente “viene” en el tiempo de la Iglesia, para liberarnos con Su
misericordia, y que vendrá al final de los tiempos, en el esplendor de la
verdad, para juzgar a los hombres según su fe operante en la caridad.
Este “Juicio final” parece siempre más ajeno a una cultura contemporánea
dominada por la “dictadura del instante” y siempre menos disponible, si no
abiertamente hostil, hacia lo trascendente. Y sin embargo, nosotros confesores
somos testigos privilegiados de cómo tal último Juicio venga, en realidad,
admirablemente anticipado cada día, para la salvación de todos los hombres, a
través del Sacramento de la misericordia.
En el encuentro sacramental con el penitente, en virtud de la propia
Encarnación, Muerte y Resurrección, Cristo se hace compañero de cada hombre, se
sumerge en las profundidades del pecado y lo derrota de nuevo con el poder de
Su Resurrección. En este dulce encuentro de misericordia, el penitente reconoce
en la humanidad consagrada del confesor la presencia del misterio; es más ve
esta humanidad totalmente definida por Cristo, tanto de buscar con seguridad el
confesor, aunque sin conocerlo personalmente; también el penitente se reconoce
a sí mismo culpable de la Cruz del Señor, a causa de los propios pecados, que
confiesa y entrega a los pies de aquella Cruz; en fin, invoca la Sangre de
Cristo Redentor, para que renueve en él la gracia bautismal, haciéndolo
“creatura nueva”.
¡Qué inmensa Gracia, para quien ejercita con fidelidad el ministerio de
la Reconciliación, la de poderse ofrecer al Dios-Hombre para la salvación de
cada hermano, inclinándose tiernamente sobre la pobreza humana, llegando a
aquella periferia del pecado en la cual sólo Uno tiene la fuerza de adentrarse,
y viendo a cada uno levantado de la indigencia espiritual e inmediatamente
enriquecido de aquello que tenemos como más preciado en el cristianismo: Cristo
mismo!
Siento el deber de dirigir un especial agradecimiento a los
Penitenciarios de las Basílicas Papales en la Urbe y con gusto lo extiendo a
los queridos hermanos esparcidos en todo el mundo, por el ministerio llevado a
cabo fielmente y a veces heroicamente al servicio del bien auténtico de la
persona humana. Aquella del Confesor, es efectivamente una obra realmente al
servicio de la tan invocada “ecología del hombre” (FRANCISCO, Carta enc. “Laudato
si”, n. 155), de la cual obtiene un invisible, pero muy eficaz beneficio
toda la sociedad humana.
Vuestro ministerio, queridos amigos y confesores, no hace ruido pero sí
milagros. Nadie percibe pero Dios ve, y esto es lo que cuenta. Sobre la base de
una fidelidad alegre a la oración personal, a vuestra “conversatio in caelis”,
obtendréis siempre las luces y la generosidad necesarias para expiar por
vosotros mismos y por vuestros penitentes; reservad siempre un papel
privilegiado al servicio silencioso, y humanamente no siempre gratificante, de
la Confesión. Además me permito recordar que, con el sacramento de la Penitencia,
no sólo borráis los pecados, sino que debéis colocar a los penitentes sobre el
camino de la santidad, ejerciendo sobre ellos, en una forma convincente, una
verdadera enseñanza, un ministerio de guía y de acompañamiento.
Mientras llega a su fin el centenario de Fátima, el Corazón Inmaculado
de la Santísima Virgen María conceda a todos y a cada uno vivir un fructífero
camino de Adviento, para llegar renovados a celebrar el Nacimiento de Su Hijo.
Una Santa Navidad a vosotros y a vuestros penitentes en el corazón de
los cuales haréis florecer la felicidad de que el Señor está cerca.
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