Texto del Evangelio (Jn 6,52-59): En aquel tiempo, los judíos se pusieron
a discutir entre sí y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo
del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre,
que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá
por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros
padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre». Esto lo dijo
enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.
Comentario: Rev. D. Àngel CALDAS i Bosch (Salt, Girona, España).
«En
verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no
bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros»
Hoy,
Jesús hace tres afirmaciones capitales,
como son: que se ha de comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre;
que si no se comulga no se puede tener vida; y que esta vida es la vida eterna
y es la condición para la resurrección (cf. Jn 6,53.58). No hay nada en el
Evangelio tan claro, tan rotundo y tan definitivo como estas afirmaciones de
Jesús.
No
siempre los católicos estamos a la altura de lo que merece la Eucaristía: a
veces se pretende “vivir” sin las condiciones de vida señaladas por Jesús y,
sin embargo, como ha escrito San Juan Pablo II, «la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir
ambigüedades y reducciones».
“Comer
para vivir”: comer la carne del Hijo del hombre para vivir como el Hijo del
hombre. Este comer se llama “comunión”. Es un “comer”, y decimos “comer” para
que quede clara la necesidad de la asimilación, de la identificación con Jesús.
Se comulga para mantener la unión: para pensar como Él, para hablar como Él,
para amar como Él. A los cristianos nos hacía falta la encíclica eucarística de
San Juan Pablo II, La Iglesia vive de la Eucaristía. Es una encíclica apasionada: es “fuego” porque la Eucaristía
es ardiente.
«Vivamente
he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), decía
Jesús al atardecer del Jueves Santo. Hemos de recuperar el fervor eucarístico.
Ninguna otra religión tiene una iniciativa semejante. Es Dios que baja hasta el
corazón del hombre para establecer ahí una relación misteriosa de amor. Y desde
ahí se construye la Iglesia y se toma parte en el dinamismo apostólico y
eclesial de la Eucaristía.
Estamos
tocando la entraña misma del misterio, como Tomás, que palpaba las heridas de
Cristo resucitado. Los cristianos tendremos que revisar nuestra fidelidad al
hecho eucarístico, tal como Cristo lo ha revelado y la Iglesia nos lo propone.
Y tenemos que volver a vivir la “ternura” hacia la Eucaristía: genuflexiones
pausadas y bien hechas, incremento del número de comuniones espirituales... Y,
a partir de la Eucaristía, los hombres nos aparecerán sagrados, tal como son. Y
les serviremos con una renovada ternura.
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