Texto del Evangelio (Jn 15,1-8): En aquel tiempo, Jesús habló así a sus
discípulos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento
que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé
más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado.
Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar
fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en
mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis
palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La
gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos».
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del
Vallès, Barcelona, España).
«Permaneced
en mí, como yo en vosotros»
Hoy
contemplamos de nuevo a Jesús rodeado por los Apóstoles, en un clima de
especial intimidad. Él les confía lo que podríamos considerar como las últimas
recomendaciones: aquello que se dice en el último momento, justo en la
despedida, y que tiene una fuerza especial, como si de un postrer testamento se
tratara.
Nos
los imaginamos en el cenáculo. Allí, Jesús les ha lavado los pies, les ha
vuelto a anunciar que se tiene que marchar, les ha transmitido el mandamiento
del amor fraterno y los ha consolado con el don de la Eucaristía y la promesa
del Espíritu Santo (cf. Jn 14). Metidos ya en el capítulo decimoquinto de este
Evangelio, encontramos ahora la exhortación a la unidad en la caridad.
El
Señor no esconde a los discípulos los peligros y dificultades que deberán
afrontar en el futuro: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os
perseguirán» (Jn 15,20). Pero ellos no se han de acobardar ni agobiarse ante el
odio del mundo: Jesús renueva la promesa del envío del Defensor, les garantiza
la asistencia en todo aquello que ellos le pidan y, en fin, el Señor ruega al
Padre por ellos —por todos nosotros— durante su oración sacerdotal (cf. Jn 17).
Nuestro
peligro no viene de fuera: la peor amenaza puede surgir de nosotros mismos al
faltar al amor fraterno entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo y al
faltar a la unidad con la Cabeza de este Cuerpo. La recomendación es clara: «Yo
soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da
mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Las
primeras generaciones de cristianos conservaron una conciencia muy viva de la
necesidad de permanecer unidos por la caridad. He aquí el testimonio de un
Padre de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía: «Corred todos a una como a un
solo templo de Dios, como a un solo altar, a un solo Jesucristo que procede de
un solo Padre». He aquí también la indicación de Santa María, Madre de los
cristianos: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
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