Texto del Evangelio (Mt 5,20-26): En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «Os digo que, si vuestra justicia no es mayor que
la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos. Habéis
oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante
el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano,
será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil",
será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de
la gehenna de fuego.
»Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas
entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí,
delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves
y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas
con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al
guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que
no hayas pagado el último céntimo».
Comentario: Fr. Thomas LANE (Emmitsburg,
Maryland, Estados Unidos).
«Deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano»
Hoy, el Señor, al hablarnos de lo que ocurre en nuestros
corazones, nos incita a convertirnos. El mandamiento dice «No matarás» (Mt
5,21), pero Jesús nos recuerda que existen otras formas de privar de la vida a
los demás. Podemos privar de la vida a los demás abrigando en nuestro corazón
una ira excesiva hacia ellos, o al no tratarlos con respeto e insultarlos
(«imbécil»; «renegado»: cf. Mt 5,22).
El Señor nos llama a ser personas íntegras: «Deja tu
ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano»
(Mt 5,24), es decir, la fe que profesamos cuando celebramos la Liturgia debería
influir en nuestra vida cotidiana y afectar a nuestra conducta. Por ello, Jesús
nos pide que nos reconciliemos con nuestros enemigos. Un primer paso en el
camino hacia la reconciliación es rogar por nuestros enemigos, como Jesús
solicita. Si se nos hace difícil, entonces, sería bueno recordar y revivir en
nuestra imaginación a Jesucristo muriendo por aquellos que nos disgustan. Si
hemos sido seriamente dañados por otros, roguemos para que cicatrice el
doloroso recuerdo y para conseguir la gracia de poder perdonar. Y, a la vez que
rogamos, pidamos al Señor que retroceda con nosotros en el tiempo y lugar de la
herida —reemplazándola con su amor— para que así seamos libres para poder
perdonar.
En palabras de Benedicto XVI, «si queremos presentaros ante Él, también debemos ponernos en camino
para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran
lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del
resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro,
abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y
al generoso ofrecimiento de las propias».
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