Texto del Evangelio (Mt 5,43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus
discípulos: «Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu
enemigo’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os
persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su
sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a
los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los
publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España).
«Amad
a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan»
Hoy,
el Evangelio nos exhorta al amor más perfecto. Amar es querer el bien del otro
y en esto se basa nuestra realización personal. No amamos para buscar nuestro
bien, sino por el bien del amado, y haciéndolo así crecemos como personas. El
ser humano, afirmó el Concilio Vaticano II, «no puede encontrar su plenitud si
no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás». A esto se refería santa Teresa del Niño Jesús cuando pedía hacer de nuestra vida un holocausto. El amor
es la vocación humana. Todo nuestro comportamiento, para ser verdaderamente humano,
debe manifestar la realidad de nuestro ser, realizando la vocación al amor.
Como ha escrito Juan Pablo II, «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece
para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se
le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo
hace propio, si no participa en él vivamente».
El
amor tiene su fundamento y su plenitud en el amor de Dios en Cristo. La persona
es invitada a un diálogo con Dios. Uno existe por el amor de Dios que lo creó,
y por el amor de Dios que lo conserva, «y sólo puede decirse que vive en la
plenitud de la verdad cuando reconoce libremente este amor y se confía
totalmente a su Creador» (Concilio Vaticano II): ésta es la razón más alta de
su dignidad. El amor humano debe, por tanto, ser custodiado por el Amor divino,
que es su fuente, en él encuentra su modelo y lo lleva a plenitud. Por todo
esto, el amor, cuando es verdaderamente humano, ama con el corazón de Dios y
abraza incluso a los enemigos. Si no es así, uno no ama de verdad. De aquí que
la exigencia del don sincero de uno mismo devenga un precepto divino:
«Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt
5,48).
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