Día litúrgico:
Domingo XII (C) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 9,18-24): Y sucedió que
mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y Él
les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos respondieron: «Unos,
que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos
había resucitado». Les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le
contestó: «El Cristo de Dios». Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto
a nadie.
Dijo: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser
reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y
resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará».
Comentario: Rev. D. Ferran JARABO i
Carbonell (Agullana, Girona, España).
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Hoy, en el Evangelio, Jesús nos sitúa ante una pregunta
clave, fundamental. De su respuesta depende nuestra vida: «Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo?» (Lc 9,20). Pedro responde en nombre de todos: «El Cristo de
Dios». ¿Cuál es nuestra respuesta? ¿Conocemos suficientemente a Jesús como para
poder responder? La oración, la lectura del Evangelio, la vida sacramental y la
Iglesia son fuentes inseparables que nos llevan a conocerle y a “vivirlo”.
Hasta que no seamos capaces de responder con Pedro con todo el corazón y con la
misma sencillez..., seguramente todavía no nos habremos dejado transformar por
Él. Hemos de conseguir sentir como Pedro, ¡hemos de lograr sentir como la
Iglesia para poder responder de manera satisfactoria a la pregunta de Jesús!
Pero el Evangelio de hoy acaba con una exhortación a
seguir al Señor desde la humildad, desde la negación y la cruz. Seguir a Jesús
de esta manera sólo puede dar salvación, libertad. «Lo que sucede con el oro
puro, también sucede con la Iglesia; esto es, que cuando pasa por el fuego, no
experimenta ningún mal; más bien lo contrario, su esplendor aumenta» (San Ambrosio). Ni la contrariedad, ni la persecución por causa del Reino, nos han
de dar miedo, más bien nos han de ser motivo de esperanza e, incluso, de alegría.
Dar la vida por Cristo no es perderla, es ganarla para toda la eternidad. Jesús
nos pide que nos humillemos totalmente por fidelidad al Evangelio, quiere que,
libremente, le demos toda nuestra existencia. ¡Vale la pena dar la vida por el
Reino!
Seguir, imitar, vivir la vida de la gracia, en definitiva,
permanecer en Dios es el objetivo de nuestra vida cristiana: «Dios se hizo
hombre para que imitando el ejemplo de un hombre, cosa posible, lleguemos a
Dios, cosa que antes era imposible» (San Agustín). ¡Que Dios, con la fuerza de
su Espíritu Santo, nos ayude a ello!
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