Día litúrgico: Viernes VIII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 11,11-25): En aquel tiempo,
después de que la gente lo había aclamado, Jesús entró en Jerusalén, en el
Templo. Y después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con
los Doce para Betania.
Al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió
hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo
en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; es que no era tiempo de
higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!». Y sus
discípulos oían esto.
Llegan a Jerusalén; y entrando en el Templo, comenzó a
echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo; volcó las
mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no permitía
que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba, diciéndoles: «¿No
está escrito: ‘Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las
gentes?’.¡Pero vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos!». Se enteraron
de esto los sumos sacerdotes y los escribas y buscaban cómo podrían matarle;
porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina. Y
al atardecer, salía fuera de la ciudad.
Al pasar muy de mañana, vieron la higuera, que estaba seca
hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dice: «¡Rabbí, mira!, la higuera que
maldijiste está seca». Jesús les respondió: «Tened fe en Dios. Yo os aseguro
que quien diga a este monte: ‘Quítate y arrójate al mar’ y no vacile en su
corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os
digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo
obtendréis. Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo
contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os
perdone vuestras ofensas».
Comentario: Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona,
España).
«Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis
recibido»
Hoy, fruto y petición son palabras clave en el Evangelio.
El Señor se acerca a una higuera y no encuentra allí frutos: sólo hojarasca, y
reacciona maldiciéndola. Según san Isidoro de Sevilla, “higo” y “fruto” tienen
la misma raíz. Al día siguiente, sorprendidos, los Apóstoles le dicen: «¡Rabbí,
mira!, la higuera que maldijiste está seca» (Mc 11,21). En respuesta,
Jesucristo les habla de fe y de oración: «Tened fe en Dios» (Mc 11,22).
Hay gente que casi no reza, y, cuando lo hacen, es con
vista a que Dios les resuelva un problema tan complicado que ya no ven en él
solución. Y lo argumentan con las palabras de Jesús que acabamos de escuchar:
«Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo
obtendréis» (Mc 11,24). Tienen razón y es muy humano, comprensible y lícito
que, ante los problemas que nos superan, confiemos en Dios, en alguna fuerza
superior a nosotros.
Pero hay que añadir que toda oración es “inútil” («vuestro
Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo»: Mt 6,8), en la medida en que
no tiene una utilidad práctica directa, como —por ejemplo— encender una luz. No
recibimos nada a cambio de rezar, porque todo lo que recibimos de Dios es
gracia sobre gracia.
Por tanto, ¿no es necesario rezar? Al contrario: ya que
ahora sabemos que no es sino gracia, es entonces cuando la oración tiene más
valor: porque es “inútil” y es “gratuita”. Aun con todo, hay tres beneficios
que nos da la oración de petición: paz interior (encontrar al amigo Jesús y
confiar en Dios relaja); reflexionar sobre un problema, racionalizarlo, y
saberlo plantear es ya tenerlo medio solucionado; y, en tercer lugar, nos ayuda
a discernir entre aquello que es bueno y aquello que quizá por capricho
queremos en nuestras intenciones de la oración. Entonces, a posteriori,
entendemos con los ojos de la fe lo que dice Jesús: «Todo lo que pidáis en mi
nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13).
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