Día litúrgico: Jueves VIII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 10,46-52): En aquel tiempo,
cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran
muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado
junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar:
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se
callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego,
diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un
brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que
te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe
te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
Comentario: P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona,
España).
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!»
Hoy, Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo:
ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese
caso. Quizás tengamos un nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana
flaqueza (moral) es semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista.
Tampoco nosotros logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los
tratamos como los tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias
sociales, en las estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos
para un compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar
que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del
mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la
dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles
visuales, no por eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el
pecado ofusca la verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos
conviene.
Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús,
ten compasión de mí» (Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te
desanimen o te desanimes: «Muchos le increpaban para que se callara. Pero él
gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea»
(cf. Mc 10,51). Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de
nuestras certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se
quedó con nosotros, en la Eucaristía.
El Papa San Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su
Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora
cambia la historia».
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