Día litúrgico:
Domingo XXXII (C)
del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 20,27-38): En aquel tiempo,
acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay
resurrección, le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el
hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la
mujer para dar descendencia a su hermano. Eran siete hermanos; habiendo tomado
mujer el primero, murió sin hijos; y la tomó el segundo, luego el tercero; del
mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos. Finalmente, también
murió la mujer. Ésta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección?
Porque los siete la tuvieron por mujer».
Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o
marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en
la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido,
ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos
de la resurrección. Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés
en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y
el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos
viven».
Comentario: Mn. Ramon SÀRRIAS i Ribalta (Andorra
la Vella, Andorra).
«No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él
todos viven»
Hoy, Jesús hace una clara afirmación de la resurrección y
de la vida eterna. Los saduceos ponían en duda, o peor todavía, ridiculizaban
la creencia en la vida eterna después de la muerte, que —en cambio— era
defendida por los fariseos y lo es también por nosotros.
La pregunta que hacen los saduceos a Jesús «¿de cuál de
ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer»
(Lc 20,33) deja entrever una mentalidad jurídica de posesión, una
reivindicación del derecho de propiedad sobre una persona. Además, la trampa
que ponen a Jesús muestra un equívoco que todavía existe hoy; imaginar la vida
eterna como una prolongación, después de la muerte, de la existencia terrenal.
El cielo consistiría en la transposición de las cosas bonitas que ahora
gozamos.
Una cosa es creer en la vida eterna y otra es imaginarse
cómo será. El misterio que no está rodeado de respeto y discreción, peligra ser
banalizado por la curiosidad y, finalmente, ridiculizado.
La respuesta de Jesús tiene dos partes. En la primera
quiere hacer entender que la institución del matrimonio ya no tiene razón de
ser en la otra vida: «Los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel
mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni
ellas marido» (Lc 20,35). Lo que sí perdura y llega a su máxima plenitud es
todo lo que hayamos sembrado de amor auténtico, de amistad, de fraternidad, de
justicia y verdad...
El segundo momento de la respuesta nos deja dos certezas:
«No es un Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38). Confiar en este Dios
quiere decir darnos cuenta de que estamos hechos para la vida. Y la vida
consiste en estar con Él de manera ininterrumpida, para siempre. Además, «para
Él todos viven» (Lc 20,38): Dios es la fuente de la vida. El creyente,
sumergido en Dios por el bautismo, ha sido arrancado para siempre del dominio
de la muerte. «El amor se convierte en una realidad cumplida si se incluye en
un amor que proporcione realmente eternidad» (Benedicto XVI).
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