Texto del Evangelio (Mc 10,17-27): Un día que Jesús se ponía ya
en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante Él, le preguntó:
«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Jesús
le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los
mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso
testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». Él, entonces, le
dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Jesús, fijando en
él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo
y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».
Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía
muchos bienes.
Jesús,
mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: «¡Qué difícil es que los que
tienen riquezas entren en el Reino de Dios!». Los discípulos quedaron
sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra,
les dijo: «¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que
un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de
Dios». Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: «Y ¿quién se
podrá salvar?». Jesús, mirándolos fijamente, dice: «Para los hombres,
imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios».
Comentario: P. Joaquim PETIT Llimona, L.C. (Barcelona, España).
«Anda,
cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres (...); luego, ven y sígueme»
Hoy,
la liturgia nos presenta un evangelio ante el cual es difícil permanecer
indiferente si se afronta con sinceridad de corazón.
Nadie
puede dudar de las buenas intenciones de aquel joven que se acercó a Jesucristo
para hacerle una pregunta: «Maestro bueno: ¿qué he de hacer para tener en
herencia la vida eterna?» (Mc 10,17). Por lo que nos refiere san Marcos, está
claro que en ese corazón había necesidad de algo más, pues es fácil suponer que
—como buen israelita— conocía muy bien lo que la Ley decía al respecto, pero en
su interior había una inquietud, una necesidad de ir más allá y, por eso,
interpela a Jesús.
En
nuestra vida cristiana tenemos que aprender a superar esa visión que reduce la
fe a una cuestión de mero cumplimiento. Nuestra fe es mucho más. Es una
adhesión de corazón a Alguien, que es Dios. Cuando ponemos el corazón en algo,
ponemos también la vida y, en el caso de la fe, superamos entonces el
conformismo que parece hoy atenazar la existencia de tantos creyentes. Quien
ama no se conforma con dar cualquier cosa. Quien ama busca una relación
personal, cercana, aprovecha los detalles y sabe descubrir en todo una ocasión
para crecer en el amor. Quien ama se da.
En
realidad, la respuesta de Jesús a la pregunta del joven es una puerta abierta a
esa donación total por amor: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres
(…); luego, ven y sígueme» (Mc 10,21). No es un dejar porque sí; es un dejar
que es darse y es un darse que es expresión genuina del amor. Abramos, pues,
nuestro corazón a ese amor-donación. Vivamos nuestra relación con Dios en esa
clave. Orar, servir, trabajar, superarse, sacrificarse... todo son caminos de
donación y, por tanto, caminos de amor. Que el Señor encuentre en nosotros no
sólo un corazón sincero, sino también un corazón generoso y abierto a las
exigencias del amor. Porque —en palabras de san Juan Pablo II— «el amor que viene de Dios, amor tierno y
esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales».
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