Día litúrgico: Sábado de la octava de Pascua
Texto del Evangelio (Mc 16,9-15): Jesús resucitó en
la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María
Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la
noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y llorosos. Ellos,
al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto,
se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una
aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a
éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les
echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a
quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación».
Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico
di Fiesole, Florencia, Italia).
María Magdalena (...) fue a comunicar la noticia a los que
habían vivido con Él, (... pero) no creyeron
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de meditar
algunos aspectos de los que cada uno de nosotros tiene experiencia: estamos
seguros de amar a Jesús, lo consideramos el mejor de nuestros amigos; no
obstante, ¿quién de nosotros podría afirmar no haberlo traicionado nunca?
Pensemos si no lo hemos mal vendido, por lo menos alguna vez, por un bien
ilusorio, del peor oropel. En segundo lugar, aunque frecuentemente estamos
tentados a sobrevalorarnos en cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de
nuestra propia conciencia nos impone callar y humillarnos, a imitación del
publicano que no osaba ni tan sólo levantar la cabeza, golpeándose el pecho, mientras
repetía: «Oh Dios, ven junto a mí a ayudarme, que soy un pecador» (Lc 18,13).
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de
los discípulos. Han conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes
de mente, de corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo,
cuando Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María
Magdalena— «fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que
estaban tristes y llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas
y comenzar a bailar de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro
de gravedad es la tierra.
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la
Resurrección y, en cambio, prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos.
Hemos pecado, ¡sí! Le hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de
exequias paganas, ¡sí! De ahora en adelante, que no sea más así: después de
habernos golpeado el pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta
mirando arriba, y... ¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha
dicho sabiamente el escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos
sin parar al cielo, acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso
en el pecado, en la ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de
saber que, gracias a la Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en
la luz del mediodía».
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