Día litúrgico:
Martes XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 9,32-38): En aquel tiempo, le
presentaron un mudo endemoniado. Y expulsado el demonio, rompió a hablar el
mudo. Y la gente, admirada, decía: «Jamás se vio cosa igual en Israel». Pero
los fariseos decían: «Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios».
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en
sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y
toda dolencia. Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a
sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de
la mies que envíe obreros a su mies».
Comentario: Rev. D. Joan SOLÀ i Triadú
(Girona, España).
«Rogad (...) al Dueño de la mies que envíe obreros a su
mies»
Hoy, el Evangelio nos habla de la curación de un
endemoniado mudo que provoca diferentes reacciones en los fariseos y en la
multitud. Mientras que los fariseos, ante la evidencia de un prodigio
innegable, lo atribuyen a poderes diabólicos —«Por el Príncipe de los demonios
expulsa a los demonios» (Mt 9,34)—, la multitud se maravilla: «Jamás se vio
cosa igual en Israel» (Mt 9,33). San Juan Crisóstomo, comentando este pasaje,
dice: «Lo que en verdad molestaba a los fariseos era que consideraran a Jesús
como superior a todos, no sólo a los que entonces existían, sino a todos los
que habían existido anteriormente».
A Jesús no le preocupaba la animadversión de los fariseos,
Él continuaba fiel a su misión. Es más, Jesús, ante la evidencia de que los
guías de Israel, en vez de cuidar y apacentar el rebaño, lo que hacían era
descarriarlo, se apiadó de aquellas multitudes cansadas y abatidas, como ovejas
sin pastor. Que las multitudes desean y agradecen una buena guía quedó
comprobado en las visitas pastorales del Papa Juan Pablo II a tantos países del mundo. ¡Cuántas multitudes reunidas a su
alrededor! ¡Cómo escuchaban su palabra, sobre todo los jóvenes! Y eso que el
Papa no rebajaba el Evangelio, sino que lo predicaba con todas sus exigencias.
Todos nosotros, «si fuéramos consecuentes con nuestra fe,
—dice san Josemaría Escrivá— al
mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del
mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos
sentimientos que animaron al de Jesucristo», lo cual nos conduciría a una
generosa tarea apostólica. Pero es evidente la desproporción que existe entre
las multitudes que esperan la predicación de la Buena Nueva del Reino y la
escasez de obreros. La solución nos la da Jesús al final del Evangelio: rogad
al Dueño de la mies que envíe obreros a sus campos (cf. Mt 9,38).
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