Procedente de las Galias, entra el gobernador Daciano dejando un rastro de sangre cristiana por donde pasa. Los primeros años pacíficos y benevolentes del emperador Diocleciano han quedado atrás. Parece ser que el césar Galerio ha movido los ánimos de la tetrarquía gobernante contra todo lo que lleva el nombre de cristiano. Girona, Barcelona, Zaragoza, Alcalá, Toledo, Ávila y Mérida presentan cada una su lista de nombres conocidos y venerados que, por el mismo tiempo, dieron sus vidas con entereza.
En su libro De las coronas, el Peristephanon, dejará Prudencio su testimonio escrito del siglo IV sobre los hechos martiriales en arte pindárico. Entre ellos, el encantador relato del martirio de Santa Leocadia.
En Toledo la joven Leocadia, casi niña, fue llevada al tribunal del gobernador. Dulce, fuerte y enamorada de su Señor, resiste primero las halagüeñas proposiciones del regalante y luego las amenazas del duro tirano. Puesta en cárcel en condiciones infrahumanas muere, sin derramar sangre, el 9 de diciembre del 303 o del 304. Así supo ser fiel.
Junto a su tumba, en el cementerio local, en la vega del Tajo, se comienza a desarrollar el culto martirial. La basílica romana del siglo IV es mejorada a comienzos del VII por el rey Sisebuto, siglo en el que el culto a la santa vive su esplendor. Pronto, arzobispos —incluido san Ildefonso— ponen propias tumbas junto a su tumba y concilios toledanos se celebran bajo la cercana protección.
Las reliquias de la santa patrona toledana han soportado desde mediados del siglo VIII un largo peregrinaje. Muchos y no siempre triunfales han sido los traslados hasta su reposición en la catedral, a hombros también de Felipe II, en el siglo XVI. Hoy reposan en arca de plata fabricada por el platero Merino en El Ochavo de la catedral.
Niña inocente Leocadia, enséñanos a los sesudos, sabios, prudentes, sensatos, viejos, juiciosos y muy experimentados de la vida donde está la Verdad y qué hay que hacer para tenerla.
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