Los santos Pedro y Pablo
son las columnas de la Iglesia. Por caminos a veces paralelos y a veces
divergentes, pero guiados por un mismo Espíritu, extendieron el Evangelio entre
los judíos y entre los paganos. Los dos entregaron su vida por el Evangelio
siendo martirizados en Roma
«El día de hoy es para
nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apóstoles
Pedro y Pablo. No nos referimos a unos mártires desconocidos. A toda la tierra
alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en
su predicación, daban testimonio cíe lo que habían visto y, con un desinterés
absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.»
Así se expresaba San
Agustín en un sermón que hoy nos transcribe la Liturgia de las Horas.
Simón, llamado Pedro
Parece un hombre sencillo,
de una pieza. Y, sin embargo, es de una complejidad inaferrable. No en vano
tiene dos nombres: uno se lo dio su familia, allá en Betsaida; el otro lo
recibió de Jesús. El primero venía cíe la tierra. El segundo se lo dio aquel
que era la piedra angular cantada por los salmos (Mc 12, 10).
Simón es el prototipo del
seguidor del Señor. Quizá por eso se nos muestra como un hombre continuamente
sometido a la prueba. Su vida parece marcada por tres momentos importantes. La
hora de la llamada. La hora de la pregunta. La hora de la huida y del retorno.
La hora de la llamada
[…] El relato de la
vocación de Pedro parece concebido según un esquema de tres momentos. Un punto
de partida: dejar las redes, la barca, la familia. Un punto de llegada: ser
pescadores de hombres. Y una invitación que marca el camino: «venid conmigo».
No se pueden dejar las
redes sin haber vislumbrado algo importante. Jesús lo subrayará en la parábola
del tesoro y de la perla, Será difícil dejar las redes si uno no ha descubierto
para qué las deja, es decir, el sentido último de la llamada.
Simón es pescador y Jesús
lo llama a ser pescador de hombres. El Señor llama y pide conservar el talante
y los talentos, pero con el fin de ponerlos al servicio de una nueva misión.
Tanto el dejar las redes
como el ser pescadores de hombres tienen un eje, un punto de apoyo: Estar con
él. Sin esa intimidad no es posible ser pescador de hombres.
La hora de la pregunta
Como todos los demás, lo
siguió también hasta Cesarea de Filipo. Las fuentes del Jordán brotan allí de
la roca, bajo el templete del dios Pan. Es aquél un buen lugar para el reposo.
En aquel escenario, Jesús formula a sus discípulos una doble pregunta,
semejante pero diversa. «¿Quién dice la gente que soy yo?» La gente ya ha
advertido su presencia y lo reconoce como un profeta, equiparable a los
antiguos. Pero él insiste: ,'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» En nombre de
todo el grupo, Pedro lo confiesa corno el Mesías o el Cristo, el Hijo del Dios
viviente (cf, Mt 16, 16).
A la primera pregunta
responden con la simple información. La segunda requiere la confesión del
creyente. En aquella respuesta se encerraba toda la plenitud de la fe
cristiana, como irán descubriendo los seguidores de Jesús después de su
resurrección.
Jesús contesta a Pedro con
una bienaventuranza que a todos los cristianos nos gustaría hacer nuestra:
'Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonas, porque no te ha revelado esto la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Son
dichosos los que han recibido de Dios el don de esa certeza, que no se debe a
evidencias inmediatas.
[…] La vida de Simón está
marcada por la más radical de las preguntas: «¿Quién decís que soy yo?» Pero
esa pregunta es también la que decide la orientación de la vida de todos los
creyentes.
La hora de la huida y del
retorno
[…] Pedro es el prototipo
de los seguidores del Señor. En él encuentran éstos el frescor de la llamada y
la radicalidad de quien lo deja todo, el entusiasmo del neófito y la
hospitalidad del creyente, las dudas de la noche del espíritu y el fulgor de
los días de gloria, las promesas más ingenuas y el desengaño de las propias
caídas, la huida y el reencuentro, el miedo y el valor para anunciar la vida
del Maestro, la identificación con su misión y la aceptación de su propia
suerte.
Todo cristiano se ha visto
alguna vez reflejado en Simón Pedro. En la generosidad o en la cobardía, en el
fervor o en el llanto, en la intrepidez o en el hundimiento. Pero, sobre todo,
en la fe de quien descubre a su Señor resucitado y lo anuncia con una fuerza
que ya no proviene de la propia debilidad.
Saulo, llamado Pablo
Saulo (Saúl) pertenecía a
la tribu de Benjamín. Nació en Tarso de Cilicia en los primeros años de nuestra
era. Sabemos que, siendo todavía «joven» presenció y aprobó la lapidación de
Esteban, hacia el año 36, y que ya se consideraba anciano cuando escribía a
Filemón desde Roma, entre los años en torno al año 60.
Su puesto es definitivo en
la marcha de las primeras comunidades cristianas. Y su figura es gigantesca y
polifacética, como persona y como creyente.
En cuanto persona
admiramos la riqueza que le daba su pertenencia a tres culturas: era hebreo de
raza y religión; conocía la lengua y el estilo de las ciudades helenistas y
poseía, en fin, la ciudadanía romana. Al asumir en Chipre el nombre de Paulo
–Pablo–, aquel hombre levantaba acta de aquellas pertenencias. Ese caudal le
abriría muchas puertas.
En cuanto creyente,
sabemos que fue un celoso judío, perteneciente al grupo de los fariseos, y que,
una vez convertido, habría de ser un apasionado seguidor del Mesías Jesús.
El testigo
Pablo, que se considera a
sí mismo como el "abortivo» y «el menor de los apóstoles (1Co 15, 8-9),
recorre las ciudades anunciando la salvación por medio de la fe en el Mesías
Jesús. Entretanto, escribe a las comunidades para continuar su predicación y dar
solución a los problemas que se van presentando. Y les recuerda el mensaje que
recibió y que procura transmitir con fidelidad:
«Os recuerdo, hermanos, el
Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes,
por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si
no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi
vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos
hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.
Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último
término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último
de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la
Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de
Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos.
Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos
como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (1Co 15,
1-11).
El procurador Festo no
entendió mucho de lo que se acusaba a Pablo. Pero lo que entendió era el núcleo
de su vida y de su mensaje. Sabía que los judíos «solamente tenían contra él
unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de
quien Pablo afirma que vive» (Hch 25, 19).
Las discusiones sobre su
religión no se limitaban al terreno ritual. Pablo sabía y predicaba que la Ley
de Moisés no podía salvar al hombre y que la salvación le venía por la fe en el
Mesías Jesús. De ahí, la universalidad de su mensaje. Por otra parte, la
afirmación de la resurrección de aquel Jesús que predicaba era fuente de vida,
de esperanza y de compromiso moral para él y para todas las comunidades que
fundaba y apoyaba.
Esas dos convicciones, que
mantenían su camino y alentaban su misión, le hacían escribir a los fieles de
Galacia:
««Yo por la ley he muerto
a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo,
sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne,
la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No
tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la
justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano, (Ga 2, 19-21).
Apoyado en esa fe y esa
certeza emprendería su último viaje, superaría un naufragio, llegaría a Roma y
allí entregaría su vida por el Evangelio que había recibido y tan generosamente
había difundido.
Las columnas de la Iglesia
Pedro y Pablo son las
columnas de la Iglesia. Por caminos a veces paralelos y a veces divergentes,
pero guiados por un mismo Espíritu, extendieron el Evangelio entre los judíos y
entre los paganos.
En el prefacio de la misa de hoy se alaba a Dios por
esta unidad en la diversidad:
«En los apóstoles Pedro y Pablo
has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría:
Pedro fue el primero en confesar la fe;
Pablo, el maestro insigne que la interpretó;
aquél fundo la primitiva Iglesia con el resto de Israel,
éste la extendió a todas las gentes.
De esta forma, Señor, por caminos diversos,
los dos congregaron la única Iglesia de Cristo,
y a los dos, coronados por el martirio,
celebra hoy tu pueblo con una misma veneración.»
has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría:
Pedro fue el primero en confesar la fe;
Pablo, el maestro insigne que la interpretó;
aquél fundo la primitiva Iglesia con el resto de Israel,
éste la extendió a todas las gentes.
De esta forma, Señor, por caminos diversos,
los dos congregaron la única Iglesia de Cristo,
y a los dos, coronados por el martirio,
celebra hoy tu pueblo con una misma veneración.»
Pedro y Pablo
comprendieron que el mensaje evangélico no podía quedar encerrado en Jerusalén.
Ambos fueron testigos del florecimiento de la comunidad de Antioquía de Siria y
leyeron con ojos de fe los «signos de los tiempos» que allí les invitaban a
buscar más amplios horizontes para el nombre y la vida cíe los cristianos.
En Roma anunciaron el
Evangelio y en Roma dieron el último testimonio de Cristo con su propia muerte.
El sepulcro cíe Pedro es venerado en la basílica Vaticana y el de Pablo en la
basílica Ostiense.
En el oficio de lecturas
de esta fiesta, leemos y meditamos con gusto la vibrante exhortación de San
Agustín: «En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que
ambos eran en realidad una sola cosa, aunque fueran martirizados en días
diversos. Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de
hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su
fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina».
José -Román Flecha Andrés
https://www.dominicos.org/predicacion/evangelio-del-dia/29-6-2018/santos-pedro-y-pablo/
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