Mensaje de
Mons. Juan Carlos Vera Plasencia MSC
Obispo Prelado de Caravelí
Queridos hermanos y hermanas en el Señor Resucitado:
Durante la Semana Santa vivimos y celebramos con intensidad nuestra fe en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación. Como bien sabemos, la Semana Santa se inaugura con el Domingo de Ramos, un día particular conocido por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Jesús entra a la ciudad triunfante y aclamado por la gente, pero su corazón guarda un secreto: son pocos los días de vida que le quedan, una vida que aunque le cueste mucho él voluntariamente lo entregará. Las mismas personas que con alegría el Domingo de Ramos le aclaman su Rey pocos días más tarde le gritarán con odio: “¡Crucifícale, crucifícale!” (Mc. 15,13). ¡Qué fácil cambia de actitud la gente cuando no está convencida de lo que cree! Y Jesús lo sabe. ¿Podemos imaginar qué sentimientos encontrados guarda lo profundo del corazón de Jesús en ese momento? Nosotros en su lugar, ¿estaríamos realmente preparados y dispuestos a morir por una causa justa? ¿O talvez nos falta todavía mucho por hacer?
Somos hijos de la luz cuando contemplamos nuestra vida y reconocemos todo lo bueno que Dios ha hecho en nosotros. Cuando valoramos y defendemos la vida, cuando apreciamos y respetamos la belleza del mundo en la naturaleza, cuando reconocemos que todo fue creado por Dios para nuestro bien. Somos hijos de la luz cuando vivimos y actuamos según los designios de Dios, cuando contemplamos la gracia y misterio de la vida humana, su perfecto funcionamiento y su compleja naturaleza, y cuando consideramos la libertad, voluntad, inteligencia y poder de decisión del ser humano. Nos admiramos todavía más al constatar que hemos sido hechos “a imagen y semejanza de Dios” (Gen. 1,26) y que somos la única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo.
Sin embargo, somos hijos de las tinieblas cuando contemplamos el mundo que nos rodea no como una oportunidad para hacer el bien a los demás sino como una oportunidad egoísta para sacar el máximo provecho en beneficio propio. Cuando usamos mal nuestra libertad y poder de decisión para satisfacer a nuestras mezquinas y bajas pasiones. Cuando vivimos en el pecado, cuyas consecuencias son: sufrimiento, desconsuelo, soledad y muerte. Cuando el ser humano es injusto, soberbio, autosuficiente, egoísta, envidioso, lujurioso, codicioso, ladrón, traidor, mentiroso, deshonesto, calumnioso y criminal, actúa como hijo de las tinieblas.
Cuando el ser humano actúa impulsado sólo por sus instintos cae más bajo que los animales irracionales que luchan por sobrevivir. Muchas veces el ser humano domina y somete al propio hombre, hace lo imposible por destruir a sus semejantes. ¡Es impensable cómo la única criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, dotado de libertad, inteligencia y voluntad, sea capaz de tanta maldad!
Y Semana Santa es ocasión propicia para reflexionar cómo Jesús, el Hijo obediente a la voluntad de su Padre, nos rescata de las tinieblas del pecado a la luz admirable de la Vida. Así pues, la Última Cena es la hora de glorificar al Padre en Jesucristo. Jesús mismo lava los pies a sus discípulos como signo visible de purificación (cf. Jn. 13,5-10). ¡Qué noble gesto el del Maestro: lavar nuestros muchos y graves pecados! En Jesús somos perdonados, justificados y reconciliados por voluntad del Padre que nos invita a celebrar con alegría el amor que Dios nos tiene.
El Jueves Santo Jesús instituye el sacerdocio por el cual los ministros consagrados, en persona de Cristo, reciben la misión de servir humildemente a sus hermanos. El sacerdote invita a celebrar el sacrificio de Jesús en el altar, su Sangre derramada para el perdón de los pecados y su Cuerpo entregado como alimento de salvación. Tarea primordial del sacerdote es salvar las almas, por lo que muy importante será el testimonio de vida de quien se dice ministro consagrado a Dios. El jueves y viernes santo somos testigos de la coherencia de vida de Jesús. El “coman mi cuerpo y beban mi sangre” (Mt. 26,26-27) de la Cena Pascual se realiza plenamente en la pasión y muerte de Jesús. Jesús derrama su sangre para el perdón y la justificación de los pecadores.
En la pasión de Jesucristo contemplamos todo lo que el ser humano, en su lado más oscuro y pecaminoso, es capaz de planificar y realizar. El sacrificio de un Jesús inocente e indefenso es la oportunidad perfecta del ser humano para manifestar sus odios y rencores. Es la hora de las tinieblas, y Jesús lo soporta todo acompañado de su madre María y su apóstol Juan. Pero, a pesar de todo lo malo que le hemos causado, Jesús nos lleva presente en su mirada tierna, en sus pensamientos y en su misericordioso corazón. Y porque nos ama intensamente nos perdona y justifica ante su Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23,34).
Muere Jesús. Todo está cumplido. Y parecería que no hay nada más que hacer. Sin embargo, la Semana Santa no termina con la muerte de Jesús, sino con su resurrección el Domingo de Pascua. Es el amor de Dios en Jesucristo y con la fuerza del Espíritu Santo que triunfa en la Cruz. La promesa de Dios a su pueblo en el Antiguo Testamento y la esperanza de salvación es ahora una realidad: ¡Jesús ha resucitado tal como lo había anunciado! De sus apariciones dan testimonio sus discípulos y saben que su testimonio es verdadero. (Jn. 21,24).
Estas apariciones de Jesús resucitado narradas por los evangelistas nos llenan de alegría y júbilo porque confirman que Cristo vive entre nosotros. De todas ellas merece especial atención el encuentro de Jesús con Pedro. Jesús dice a quien será el primer Papa de la Iglesia : “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn. 21,16). Y Pedro, reconociéndose pecador frente a un Dios rico en misericordia y perdón, responde: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.” (Jn. 21,17). Esta podría ser también nuestra actitud frente a un Dios compasivo que quiere que todos se salven. Porque adoptar el nombre de CRISTIANOS significa pues amar más a Jesucristo e identificarse con él, con su cruz y con su resurrección. Nuestra identidad cristiana implica vivir y celebrar nuestra fe en Jesucristo y profesar con nuestra vida que Jesús es el Señor. Así es como muchos mártires entregaron su vida los primeros siglos de la Iglesia al confesar y proclamar esta verdad.
En la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo estamos todos nosotros de una u otra forma involucrados. Por ello, no podemos vivir a plenitud el domingo de Resurrección sin antes haber pasado por el viernes de la Pasión. Hoy en día, los sacerdotes, religiosas y catequistas, estamos tentados a predicar solamente la vida pública de Jesús y pasar directo a la resurrección sin mencionar su pasión. ¿Por qué? ¿Porque el Cristo de la Cruz nos recuerda nuestra fragilidad, mediocridad y debilidad humana? ¿Porque en un mundo hedonista y facilista no hay cabida para el sufrimiento, el esfuerzo y el sacrificio? ¿O quizás porque no nos gusta el sufrimiento y dolor en nuestra vida?... ¿Será por eso que preferimos ser simples espectadores, indiferentes e insensibles, como si la pasión y muerte de Jesús fuese una obra de teatro sin repercusión en nuestro mundo actual? ¿Será por eso que optamos por desaparecer al Cristo de la cruz de nuestras vidas?
Pero yo les digo hermanos y hermanas: Nuestra misión como cristianos es proclamar toda la verdad de Jesucristo. Proclamar que el Hijo de Dios padeció y murió en una cruz, ha resucitado y vive entre nosotros (cf. Hech. 2,22-24). Por tanto, no podemos ocultar ni esconder al Cristo de la Cruz. No podemos ser indiferentes al Cristo sufriente en el niño no nacido, en la madre que sacrifica su vida por sus hijos, en el niño de la puna o de la calle que sufre hambre y frío, en la mujer maltratada por su pareja, en el joven relegado que defiende su fe con valentía y en el anciano abandonado. No podemos ser indiferentes al Cristo sufriente en los desempleados, en los niños y jóvenes sin acceso a la educación, en las personas que trabajan en condiciones infrahumanas y arriesgando sus vidas como pescadores o mineros para llevar el pan a su hogar... ¡Cómo olvidar a esos Cristos sufrientes en las familias desintegradas! ¡Cómo no recordar a esos Cristos sufrientes en los pueblos marginados y olvidados de nuestra Prelatura de Caravelí! Esos Cristos merecen nuestra especial atención.
En este clima de reflexión, donde quiera que te encuentres querido hermano o hermana, te imparto mi bendición en Cristo resucitado y que juntos podamos vivir y celebrar nuestra fe en Jesucristo con entusiasmo y valentía.
Felices Pascuas de Resurrección.
Caravelí, a 24 de abril de 2011
En el Domingo de Pascua de Resurrección.
Obispo Prelado de Caravelí
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